Alejandro Díaz Pinto
Dr. en Humanidades y Comunicación
El Patio de Madariaga no era sino el último vestigio de un caserío construido en el siglo XVIII sobre los terrenos que el vizcaíno Juan Ignacio de Madariaga tenía en la Isla de León, es decir, en el actual barrio del Cristo. Fue sede del Ministerio de la Guerra durante el asedio francés pues, por su ubicación y características constructivas, permitió alojar a la caballería en la planta baja y vigilar desde la azotea el avance enemigo. Francisco Sánchez, comisario del distrito donde se ubicaba la construcción, lo hizo constar en diciembre de 1813 en los siguientes términos:
En la casería de Madariaga, propia de la señora marquesa de Casa Alta, que administra Don Manuel del Castillo, además de haber estado ocupado lo alto por el señor ministro de la Guerra por el tiempo de tres meses, lo han estado también los miradores de dicha parte alta por los empleados en la vigía que estuvo establecida en la misma casería desde aquella época hasta fin de junio de este año, en que cesó dicho establecimiento: e igualmente lo ha estado una cochera de la parte baja todo el referido tiempo y una sala con dos alcobas anexas a ella por espacio de dos años: una y otra con tropas de caballería, por orden y disposición del Gobierno.
Pocos años después, desde finales de la segunda década del XIX o principios de la tercera, ya existía allí una escuela de primera educación. Estaba dirigida por el presbítero Narciso Feliu, capellán que había sido de la Academia Militar de la Isla de León y director de otra inaugurada en noviembre 1816 en el 236 de la calle Real, es decir, en la Casa Zimbrelo.*
Las primeras menciones a una escuela en el caserío de Madariaga se remontan a 1822. En junio de aquel año, un ciudadano manifestó determinadas observaciones con el deseo de que fueran tenidas en cuenta por el director: reducir los más de cuatro meses anuales que los escolares perdían de estudio -entre Navidad, Semana Santa, verano y festivos- a un único mes de vacaciones después de los exámenes; establecer el uso obligatorio de uniformes, tanto en invierno como en verano, a fin de que los alumnos fueran más austeros y sus padres no sufriesen grandes desembolsos para complacerlos; y evitar que estos les remitiesen dinero, pues, pese al control de los profesores, algunos habían contraído el vicio de «fumar y beber vino». Solo en eso podían invertirlo dado que la comida era abundante y contaban con todas las distracciones. Meses después, en diciembre, Feliu desmintió los rumores sobre un posible traslado a Cádiz e incluso la disolución del centro; rumores que coincidían con el abandono de un profesor para abrir otro en la capital. La escuela, por cierto, no abarcaba todo el caserío. El anuncio de una nodriza valenciana que en 1823, tras cumplir con el hijo de un oficial, buscaba otra familia para seguir ejerciendo como ama de cría, revela que debían contactarla en el Colegio de Madariaga, donde tenían su vivienda los padres del bebé. Se trataba, por lo tanto, de un conjunto arquitectónico mixto, con funciones tanto educativas como residenciales.
Las asignaturas impartidas allí eran las de Doctrina Cristiana, Historia Sagrada, Ortología, Caligrafía, Gramática Castellana, Geografía, Aritmética, Álgebra, Geometría, Comercio, Latín, Francés, Inglés, Dibujo y Música. Los escolares se examinaban de ellas al final del curso, en un acto público que se prolongaba durante cuatro jornadas consecutivas entre la segunda y la tercera semana de julio, presididas por las autoridades civil, militar y eclesiástica. El alumno Alejandro Llorente Lannas, futuro ministro de Hacienda, fue el encargado de abrir dichas jornadas el 12 de julio de 1825 con una oda compuesta por Félix Enciso Castrillón, profesor de Lengua Castellana, Retórica y Poética (Ilustre magistrado / cuya noble presencia / si bien hoy nos impone / no menos nos alienta…), y Román Uhthoff de cerrarlas el 15 con una canción del mismo catedrático (Nunca fue venturosa / por más que en tantos versos se ha cantado / la vida silenciosa / del salvaje en sus bosques retirado…). En el comunicado por la vuelta de vacaciones, el 8 de agosto, se cuidaron los directores de advertir que el colegio era «independiente de cualquier otro de su clase», «sin relación ni mancomunidad con ninguno de la plaza de Cádiz ni de fuera de ella». En 1827, en cambio, los exámenes se celebraron más tarde: entre el 18 y el 21 de julio.
El año 1828 es clave, pues el rey Fernando VII eleva su rango a Colegio de Humanidades para toda la provincia de Cádiz con el nombre de San Fernando. Estos centros constituían el antecedente inmediato de los Institutos de Enseñanza Media y estaban facultados para expedir el título que, según el plan de 1825 para la enseñanza del Latín y las Humanidades en territorio español -claramente influido por la reformas educativas francesas-, se exigiría a todo aspirante universitario a partir de 1835. Así, a los estudios impartidos hasta el momento en la antigua finca de Madariaga se sumaron, por ejemplo, los de Filosofía, reconocidos en las universidades tanto para seguir la carrera literaria como para los grados académicos. Este año, además, fue convocada la plaza de vicedirector con sueldo de 8.000 reales: los aspirantes a ocuparla debían ser eclesiásticos seculares y remitir el currículum, junto a una especie de carta de recomendación firmada por su diocesano, a la secretaría de la inspección general de Instrucción Pública.
Numerosas personalidades del Cádiz decimonónico pasaron por estas instalaciones además de los citados Llorente y Uhthoff. Los ocho matriculados en la primera promoción de Filosofía (1828-1830) fueron Salvador Bermúdez de Castro, su hermano Jacobo, José Fandiño, Rafael Martínez, José Páramo, Tomás Retortillo, Sebastián Velasco y Pedro Monti Sorela, aunque no todos llegaron a completar los estudios. El segundo año se les agregarían Francisco Javier Valle Conde, procedente de Puebla de Guzmán, y Juan Climaco Martínez, de Madrid. La siguiente promoción (1829-1831) contaría con el doble de alumnos, destacando entre ellos Francisco Javier Pérez-Zimbrelo, descendiente de la familia propietaria de la famosa Casa Zimbrelo; Juan Nepomuceno Moreno de Guerra y Macé, donante de la Alameda que lleva su nombre; y Juan Nepomuceno de Retes, compositor y pianista que hizo carrera en México. Otros nombres fueron los de los hermanos Manuel y Pedro Solís Jácome, Manuel Montes de Oca, Francisco de Paula Montero, Francisco Márquez Roco, José Manuel Díez Imbrechts, Julián García de la Vega, Julián Pemartín, Manuel Hernáez o Francisco Pérez Aróstegui.
Particularmente alabado fue el paso por allí el poeta, historiador y diplomático Salvador Bermúdez de Castro y Díez, quien, aunque había nacido en Jerez de la Frontera e hizo carrera universitaria en la capital hispalense -el establecimiento estaba vinculado desde al menos 1828 a la Universidad Literaria de Sevilla- vio florecer su semilla poética en pleno barrio del Cristo bajo la tutela del citado Félix Enciso Castrillón. No en vano gozó del mejor expediente con «talento excelente, aplicación constante y buena conducta». Una tarde, mientras paseaba junto a su hermano Jacobo por las inmediaciones del colegio, cierto alboroto llamó su atención. Un grupo de alumnos se estaba mofando del «Tío Palas», que es como habían apodado a un viejo sargento de Marina muy conocido en San Fernando por su carácter estrafalario. A diferencia de ellos, Salvador permaneció pensativo y al día siguiente consiguió que el capellán José García le diera permiso para quedarse escribiendo en la sala de recepción durante el recreo, lo cual se convertiría en costumbre. De aquella anécdota surgió su primer ensayo poético, Diego de Palas, un poema satírico en octavas reales que bebía claramente del Quijote de Cervantes y que tuvo la oportunidad de leer ante el claustro de profesores, en presencia de sus compañeros. Declarado «obra excelente» por cumplir todas las reglas del arte, motivó un informe donde se consignaban al autor grandes aptitudes para la prensa pese a no haber cumplido aún los doce años.
No sabemos hasta cuándo estuvo funcionando como tal este Colegio de Humanidades donde se formaron tantas figuras de la ciencia, la política o el comercio. Félix Enciso volvió a su Madrid natal en 1831 para incorporarse al recién inaugurado Real Conservatorio de Música, un año después de la última carta remitida por Feliu a la Universidad de Sevilla. Esta correspondencia desprende cierta tensión por aspectos relacionados con el tratamiento de datos y dudas por parte del rector acerca de la autorización del centro para la enseñanza de la Metafísica, así como la incorporación del tercer año de Filosofía.
Casualmente, en 1832, funda Anastasio Melero un nuevo establecimiento de Instrucción Pública que en 1840 también se convierte en Colegio de Humanidades. Cuatro años más tarde, otro de idéntico rango y nombre dirigido por Rafael Martínez Cano es trasladado a una nueva sede que reunía «todas las circunstancias que requieren de capacidad, ventilación y comodidad». Es el mismo que se establecerá en la Casa del Turco en 1849. Desconocemos si existe una relación de continuidad entre los colegios de Narciso Feliu, Anastasio Melero y Rafael Martínez; incluso con el de San Cayetano que Manuel Nieto fundó en Zimbrelo en 1843: todos ellos fueron «de Humanidades» y agregados a la Universidad de Sevilla. De cualquier forma, el Patio de Madariaga seguía acogiendo funciones docentes en 1885: una escuela pública compartía espacio con entre quince y veinte familias pobres que estuvieron a punto de perder su hogar cuando la junta local de Sanidad se planteó hacer allí un hospital para coléricos… pero esa es otra historia.
*Según la relación de casas ocupadas por las tropas aliadas en 1824, el número 236 corresponde, en efecto, a la Casa Zimbrelo, aunque el documento alusivo a esta primera academia de Narciso Feliu desconcierta al especificar que dicho establecimiento se encontraba «frente al cuartel de Marina».