Una historia de muerte, resurrección y castañas

31 octubre, 2022

José Andrés Ruiz Pescador

Profesor de Robótica

Antes de la llegada a nuestras costas de fenicios, griegos y romanos, existió una cultura milenaria que evolucionó desde el surgimiento del Neolítico en la zona, hace unos 7000 años. Esta cultura pasó por varias etapas, entre las cuales destaca el Megalitismo Atlántico que se extendió desde el Estrecho de Gibraltar hasta Alemania. De sus etapas ha quedado abundante constancia en nuestra provincia en grabados y pinturas rupestres, además de imponentes monumentos megalíticos, sobre todo túmulos y dólmenes, teniendo el de Alberite en Villamartín más de 6000 años de antigüedad. Además de los importantes conocimientos astronómicos que denotan los monumentos megalíticos, también nos ha quedado constancia de su avanzada sabiduría en navegación, como testimonian el yacimiento de Campo de Hockey en San Fernando, donde hace 6200 años se ahumaba pescado de altamar de manera industrial (probablemente para poder ser transportado a grandes distancias), o las pinturas de Laja Alta en Jimena de la Frontera, que contienen las representaciones de barcos veleros más antiguas del mundo, datadas en más de 6000 años (casi un milenio antes que el primer barco representado en Egipto). El hallazgo en diversos yacimientos de materiales exóticos traídos desde zonas muy remotas también da fe de su capacidad de navegación, así como el hecho de haberse extendido su cultura por las islas británicas.

Todo esto demuestra la existencia de una red comercial muy avanzada para su tiempo, basada en el transporte terrestre pero sobre todo marítimo por alta mar, y en unos mares que todos recordamos por su bravura (Atlántico, Cantábrico, Mar del Norte… ). Sin ánimo de menospreciar a otros pueblos, pero para que podamos comparar, en esas épocas aún no existía ninguna de las construcciones monumentales que caracterizan a las culturas orientales. No había ni pirámides en Egipto ni grandes templos o palacios en Mesopotamia, y mucho menos señales de que estas culturas orientales pudieran aventurarse mar adentro. Esto pone a nuestra zona como cuna de la navegación por alta mar, sumando otro hito histórico a los muchos que ya caracterizan a esta tierra de grandes marinos y hazañas sin igual. El yacimiento de Campo de Hockey es testigo clave de que La Isla ya tenía su peso en la navegación a grandes distancias hace más de 6000 años, de que a esos ilustres marineros tan conocidos de los últimos siglos hay que sumar las hazañas de muchísimos más perpetradas hace milenios y que el paso del tiempo ha borrado. No olvidemos que estamos hablando de cruzar el Canal de la Mancha, navegar por el Mar del Norte o quizás llegar a las Azores, ¿e incluso a América como apuntan algunas evidencias genéticas? Hasta dónde llegaron estos grandes aventureros en sus ancestrales veleros nunca se sabrá con certeza, pero queda claro que sus peripecias superan todo lo imaginable y, por ello, son dignos de recordar.

Tartessos surge de la hibridación entre los descendientes de esta cultura ancestral de Occidente y la cultura oriental traída por fenicios y griegos, la cual acabó imponiéndose más tarde. Es en esa época cuando se funda el mítico Templo de Hércules, donde se dice que están los restos mortales del héroe más famoso de todos los tiempos. Pero en otros territorios más al norte, el legado de la cultura occidental sobrevivió hasta la época romana mezclada con los invasores del noreste del continente que trajeron la lengua indoeuropea, denominándose cultura celta a partir de ese momento. Incluso en algunas islas más apartadas, como Irlanda, perduró hasta la Edad Media.

Dado que estamos hablando de un inmenso periodo de tiempo en el cual la cultura evoluciona y sufre cambios, los historiadores no pueden considerarla única. Pero eso no quiere decir que a lo largo de los siglos y milenios estas culturas no hayan mantenido fundamentos comunes que les otorguen continuidad y una entidad propia. La característica más relevante de este conjunto de culturas atlánticas es el “círculo”, en el cual se basan tanto su arquitectura y ornamentos como su ideología. En multitud de grabados y pinturas rupestres aparecen círculos concéntricos y espirales; los monumentos megalíticos conformaban círculos; en los escudos tanto de Tartessos como en los de los celtas se representaban tres círculos concéntricos (los mismos tres círculos concéntricos descritos por Platón en su relato de la “Atlántida”); los poblados estaban formados por edificios circulares, siendo los “castros” su máximo exponente. Estos tenían murallas a su alrededor, e incluso varias concéntricas vigiladas desde torres circulares. El círculo era tan importante para estas culturas que a la llegada del cristianismo no concebían la cruz sin un él, y la iglesia tuvo que aceptar la cruz rodeada por un círculo, creándose de esta manera la “cruz celta”. El círculo incluso ha llegado hasta nuestros días a través de la ornamentación celta de las zonas más aisladas de las Islas Británicas.

¿Por qué el “círculo”? El círculo es una curva cerrada sobre sí misma y un símbolo común en muchas culturas. Representa los ciclos infinitos, la unidad, lo absoluto, la perfección, la unión de lo divino con lo terrenal… y es usado en forma de anillos, coronas, pulseras, etc. La ideología de estas culturas basaba todo en ciclos que se repiten eternamente, como los ciclos astronómicos (días, meses lunares y años) que gobiernan la naturaleza: luz/oscuridad, mareas, estaciones del año, lluvias, desarrollo de la vegetación, floración, fructificación, reproducción de los animales, etc. Teniendo en cuenta que se trataba de sociedades agrarias, el conocimiento de estos ciclos era de vital importancia para la siembra y cosecha. Pero no quedaba todo ahí, si no que aplicaban esta premisa a la vida misma, a lo más espiritual, entendiendo que el alma se reencarna una y otra vez eternamente, y en cada ciclo de vida va creciendo en sabiduría y perfección. Por otra parte, el círculo también simboliza protección, como las murallas de los castros o los que se trazaban alrededor de los dólmenes, de igual manera que el vientre materno protege a su bebé indefenso o la cáscara de un huevo o semilla a su embrión.

Para estas culturas de Europa Occidental, tan vinculadas a la naturaleza y viviendo bajo un clima templado, con grandes diferencias entre invierno y verano, donde predominan las plantas de hoja caduca, era fácil entender los ciclos anuales como ciclos de vida, muerte y resurrección. El final del verano, más conocido como otoño, es el momento en el que mueren la mayoría de seres vivos, tanto plantas como animales: se caen las hojas de los árboles, se seca la hierba y desaparecen muchos insectos, pero también es el momento en el que comienzan las lluvias y con ellas surgen los primeros brotes verdes, comenzando de nuevo el ciclo anual de la vida.

Por todo ello, estas culturas veían el otoño como una etapa de muerte y resurrección, fin de un ciclo e inicio de otro, y celebraban en esta fecha el final y comienzo del año, reuniéndose para celebrarlo y degustar los frutos del tiempo. A nivel espiritual, sentían que se estrechaba la línea entre el mundo terrenal y el mundo de las almas, para que estas pudieran pasar fácilmente de uno a otro, ya fuese para abandonar un cuerpo físico (muerte) o para encarnarse en uno nuevo (nacimiento). Al disminuir esta separación entre ambos mundos, se creía que las almas podían regresar a la tierra y convivir entre los “vivos” durante estas fechas. Para la gente, sus ancestros eran bienvenidos y los alagaban y honraban con ofrendas de comida y candelas encendidas, agradeciéndoles lo bueno del año finalizado y pidiéndoles prosperidad en el siguiente. Pero también temían la vuelta de algunas almas que en vida no habían tenido un comportamiento correcto, a las que intentaban espantar asustándolas.

Dichas tradiciones se celebraban en todos los territorios que ocuparon estas culturas en Europa Occidental, aunque con diferencias según la zona, ya que no existía una unidad política (estado) ni religiosa. Cuando el cristianismo se impuso obligatoriamente en todo el Imperio Romano, estas celebraciones fueron convertidas a la nueva religión, convirtiéndose en el “Día de Todos los Santos” y en el “Día de los Difuntos”. Paralelamente, en algunas zonas más aisladas, sobre todo en las Islas Británicas, continuaron celebrándose rituales ancestrales que ahora eran considerados como paganos y estaban prohibidos. Pero aun así, en muchos lugares han sobrevivido hasta nuestros días.

El fenómeno “Halloween” que vivimos en los últimos años, aunque está basado en algunas de estas tradiciones, ha perdido todo el carácter religioso y espiritual, y se ha desvirtuado totalmente, no teniendo nada que ver con los ritos originales ni con sus fines. Es decir, se ha convertido es una fiesta vacía y carente de sentido, algo que, como ya sabemos, lamentablemente ha ocurrido también con otras muchas celebraciones.

Si comparamos este ciclo anual con la vida humana veremos una gran similitud. Nacemos en el otoño de la vida, donde aún hay bastante luz y las mentes de los niños están iluminadas y llenas de inocencia, pero enseguida llegamos al invierno, la época más oscura y tormentosa, que podríamos comparar con la adolescencia, es el momento donde el ser choca con la realidad de la vida. Luego pasaríamos a la primavera, en la cual comienza a haber más luz  y el tiempo mejora, las plantas se desarrollan rápidamente y comienzan a florecer, despertamos y comenzamos a aceptar las dificultades de la vida. Y por último llegamos al verano, momento de máxima iluminación y júbilo, donde no hay tormentas ni miedos, y donde cosechamos todos los frutos que hemos estado cultivando con esfuerzo a lo largo de la vida, tras lo cual morimos con nuestra misión cumplida.

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