Viaje al pasado de Madariaga

4 febrero, 2017

por Alejandro Díaz Pinto

Un grupo de vecinas que pasaron allí gran parte de su vida se reencuentra habitualmente para retroceder en el tiempo a través de la oralidad.

Son las supervivientes de una generación. La de la posguerra. Y recuerdan cómo era antes la vida en La Isla, con sus huertas, con sus patios de vecinos sin puertas, con comunidades que más que eso eran verdaderas familias porque los apellidos no existían -es un decir-. Pepi ‘la castañera’, por su oficio, o María ‘la chica’, por su estatura, fueron nombres que se les quedarían marcados hasta el día de hoy, cuando ya no queda patio en el que reencontrarse.

Pero ni falta que hace. Teresa y Ascensión Moreno, María Toledo y Zoraida e Isabel Roldán son amigas. Son familia, con o sin sangre de por medio. Y lo son de toda la vida, porque las cinco se criaron en uno de los espacios más emblemáticos que fueron demolidos por la piqueta a finales de los setenta: el Patio de Madariaga. Algunas, incluso, nacieron allí, entre sus muros, hacia los años treinta.

Dicho conjunto arquitectónico -que hoy ostentaría un alto nivel de protección en el plan especial del casco histórico- formaba parte de la herencia de la familia Madariaga, originaria del País Vasco como puso de relieve la historiadora isleña Yolanda Muñoz en un artículo publicado por la UCA, y destaca, entre otras razones, por haberse establecido allí el Ministro de Guerra durante el asedio napoleónico.

El espacio data del siglo XVIII, aunque sería compartimentado en el XIX como otros de similares características para acoger la residencia de distintas familias. Así se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando la especulación inmobiliaria se impuso con la excusa de un estado de ruina que según estas vecinas “se exageró para echarnos de allí, ya que teníamos renta antigua y al propietario no le salía a cuenta”. Entre 100 y 500 pesetas pagaba cada vecino en función de los metros cuadrados que ocupaba o la disposición dentro del patio. “Había cinco en el tercer piso, ocho en el segundo -lo que algunas de ellas llaman ‘el corredor’-, once a ras de suelo y tres más en un pasillo que conectaba con el corral”, recuerdan con precisión a pesar del tiempo transcurrido, al igual que el ‘rincón de la casera’, donde vivía la encargada de recoger las rentas para entregarlas todas juntas al administrador.

Pero esto no es una clase de historia, sino una ventana a los recuerdos. Los mismos que todas ellas comparten, con mayor o menor atino, como el destino de aquel vecino o quién vivía junto a esta puerta.

La primera pareja de hermanas, Teresa y Ascensión, se criaron con su abuela. Su tío era tornero en la Bazán y su padre, practicante de la Armada con la categoría de Alférez de Navío. El de María trabajaba en la Plaza de Abastos, como capataz en un puesto de fruta, aunque tanto ella como sus hermanas se han dedicado siempre a la costura. Como curiosidad, su hermano Cristóbal es el autor de la maqueta del Patio Madariaga que existe en el Museo Municipal. El padre de Isabel y Zoraida se encargaba de mantener el tranvía, a su puesto le llamaban la ‘torre’ y aunque “era casi analfabeto tenía un dominio incomparable de los mecanismos basado en la práctica y en la intuición”.

También comentan, divertidas, las tardes vividas junto a ‘Carmela’, la tía de Isabel y Zoraida, que con una personalidad vivaracha se llevaba a todos los niños a la playa, cuando ésta era la de ‘Caño Herrera’ -lo que hoy es Bahía Sur-. Y no es que fueran precisamente pocos, pues lo lógico es que hubiese entre 5 y 10 niños por familia. En el caso de Isabel, por ejemplo, contaba hasta 12 hermanos. “Nuestra merienda era un tomate”, recuerda Zoraida, aunque al llegar capturábamos cangrejos y, prendiendo fuego a la misma sapina, los hervíamos para comerlos. “Los camarones nos los zampábamos crudos, directos de los esteros y, de vuelta a casa, nos pintábamos los labios con fruto de las chumberas”, añade otra de ellas.

María no se olvida que uno de estos paseos acabó con todas escondidas ante el paso de los toros, hacia el matadero. “No sabíamos dónde meternos”.

Proyecto publicado en el semanario 'Mirador' que nunca se hizo realidad.

Proyecto publicado en el semanario ‘Mirador de San Fernando’ que nunca se hizo realidad.

Otro clásico eran los juegos. “Solíamos hacer cariocas”, recuerdan. Bolsitas rellenas con tiras que ondeaban con ellas al lanzarlas, aunque “también cosíamos vestidos para nuestros muñecos”. Unas figuras de barro que vendía el ‘tío de las Américas’, quien al pasar por la puerta del patio cantaba la siguiente canción:

<<Ya está aquí, ya llegó / el tío de las Américas / con sus ricos caramelos / ¡ay! qué ricos ¡ay! qué buenos>>

No faltaban las ‘arropías’, ni los chicles. Claro que como entre todas solo llegaban a reunir una peseta, “la tendera nos lo dividía como si fuera un quesito”, cuenta Teresa. Porque el menú de cada día variaba poco: mucha verdura, legumbres, algo de café y «la mitad de un cuarto de aceite» -añade Ascensión-, “y que sobrase para el día siguiente”. La leche también era un bien escaso, “ponernos malos porque era la garantía de que la bebíamos ese día”. La nata de la leche hervida también se aprovechaba, “echábamos azúcar y era como un postre, a cucharás”. O la poleá de harina de maíz con pan frito y canela, otro plato de la época.

En la huerta de Antonio Mainé contigua al patio “nos daban moras”, mientras que el pan duro, según Ascen, lo intercambiaban al guarda del campo de fútbol por algarroba que “aunque era para los animales nos la comíamos nosotras, estaba muy dulce”. A Zoraida, por ejemplo, le encantaban los boniatos. Isabel, en cambio, acabó harta de las papas guisadas porque “el cuarto de carne tocaba a dos trocitos por cada uno”. Claro que, “ahora son mis nietos los que no encuentran las patatas”. Eso sí, nunca olvidarán aquellas cocinas de carbón, donde para que los garbanzos se pusieran blandos había que pasarse horas y horas con un soplador de esparto, sin parar, “teníamos que ir turnándonos”.

Pero si buenos recuerdos guardan, son de las fiestas. Cuando el patio se decoraba con guirnaldas, macetas… y las paredes se encalaban. Por ejemplo, para la Cruz de Mayo. “La subíamos a un altar improvisado y con muchas flores -relata Ascensión-, antes de que el cura del Cristo viniese a bendecirla”. Otra fecha señalada en su calendario es la Noche de San Juan, porque «nosotras mismas hacíamos los muñecos, los vestíamos con ropa vieja y, entre ella, el ‘triki trake’ -como los petardos de antes-, así sonaban más». Y por supuesto, las tortas de Navidad de la abuela de Ascen y Teresa, cuya receta se ha ido heredando hasta la actualidad.

Claro que las anécdotas acumuladas tras toda una vida en un patio de vecinos, verdaderos centros neurálgicos de la vida social en la ciudad, no son posibles de concentrar en un solo artículo. Trabajo que solo trata de aproximar el ‘día a día’ en el corazón del barrio del Cristo.

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