por Eduardo Flores / Fotografía: Ignacio Escuín
Existen sombras terribles.
La sombra del Yo éste que es el Yo tuyo
y que no vive más que en las líneas
de lo que nunca ocurrió o que jamás vivirá.
Sombras y sombras, la infelicidad muriendo
en la bola de volframio y el papel
de la infelicidad
apoyado en el muslo titubeante del no poeta,
del no cuentista, del no nadie nada inexistente.
Terribles son. Terribles manchas de vómito por exceso,
como sombras: un oficio de la duda: la fragilidad:
el cuerpo incompleto insatisfecho anhelante de verdades intangibles
en la sofocante poesía: la proeza de buscarse más allá de lo posible.
Existen sombras terribles, mi amor.
Te regalo la mitad de casi nada,
la mitad de una mitad;
excrito tienes la otra mitad,
mi amor, tan culpable tú como el mundo.
Y el mundo: todo lo demás. No lo sabemos.
No heredéis la sombra terrible.
Si no la habéis tomado ya de esta mano salvaje,
de esta boca salvaje, de este hombre primitivo,
de esta mano víctima y homicida,
de esta lengua de llama: siempre os he amado.
Ah, sí, sombras terribles en mi pecho
que es cada uno de los pechos.
La sombra excrita de puño y sangre.
Por huir. Por lo llorado.
La sombra terrible que te arranco
cuando follas como bailas
o bebes o sonríes.
Existen sombras terribles.
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