Prensa Histórica: ‘Servando & Germán’ por Adolfo de Castro en 1872

22 octubre, 2017

por Adolfo de Castro y Rossi en La Moda Elegante Ilustrada [06-14/12/1872]

localizado y transcrito por Alejandro Díaz Pinto [22/10/2017]

SERVANDO Y GERMÁN. (1)

INTRODUCCIÓN.

   Servando y Germán, ilustres mártires, son unas de las glorias más esplendentes de la Iglesia española.

   Particulares historias de su vida solo se han escrito dos: una por Agustín de Orozco, publicada en esta ciudad el año de 1619 (reimpresa en Madrid en 1856): otra, la de don Francisco Meliton Memige, canónigo magistral de Cádiz (Cádiz 1798); aquella tan rara hasta nuestros días, que este último historiador no alcanzó a verla. La cita como obra de Fray Agustín de Orozco, del orden de San Agustín, cuando el autor verdadero no fue religioso. Como se ve, equivocó al Agustín de Orozco, escribano de Cádiz, con el elocuetísimo Agustiniano fray Alonso de Orozco, cuyas obras Vergel de oración y monte de contemplación, Memorial de amor santo, y otras, le han dado merecido renombre.

   Poco es lo que consta de la vida de Servando y Germán; poco sí, pero lleno de varias y contradictorias noticias.

   Según el breviario Tudense, fueron hijos del centurión Marcelo y de Nona, con diez hermanos, todos mártires. Los breviarios gótico, toledano y burguense nada consignan respecto a estos parentescos, así como la vida que publicó el famoso padre Florez en su España Sagrada.

   Se ha creído por algunos que tuvieron por profesión las armas, fundándose en la segunda oración del misal gótico; pero en esto hay error, porque en ella solo se habla de haber ambos vencido al enemigo declarado de la fe, después de vencer las guerras espirituales.

   El breviario gótico en su himno los llama, sí, fuertes soldados; pero ¿de quién? fuertes soldados de Cristo (Fortes Christi milities). Y en otra estrofa de ese himno se dice, tras la pintura de un martirio: «Y los agrega Cristo a las cohortes de sus predilectos soldados.» (Quosque Christus candidatis adgregat cohortibus.)

   No niego que sirviesen en las huestes del imperio; mas lo que sí seguro es que no hay testimonio cierto de lo que por algunos se afirma.

   El erudito catedrático de lengua árabe en la Universidad de Granada, don Francisco Javier Simonet, ha publicado en 1871 el Santoral hispano-mozárabe, escrito en 961 por el sabio obispo de Iliberis, Rabí-ben-Zaid, como lo llamaban los árabes, y Recemundo, cual lo denominaban los cristianos.

   Al tratar de la festividad de Servando y Germán, los llama Monges «In ipso est christianis festum Servandi et Germani monacorum interfectorum martyrum.»

   Monges, o más bien dicho, eremitas, fueron estos dos hermanos. Trátase de un testimonio del siglo décimo, testimonio que se ajustó sin duda a actas solemnes y a tradiciones que entonces permanecían en la Iglesia española.

   Así se explica una cosa que extrañaba sobre manera al padre Quintanadueñas, al hablar de ambos mártires en su libro Santos de la ciudad de Sevilla (Sevilla 1637). «Pintan a estos santos con hábitos de ermitaños, túnicas largas, capillas, escapularios y rosarios, por la habitación, y penitencia que hicieron en la sierra referida junto a Mérida; abuso ignorante, pues en aquel tiempo, no había gente de tal traje. El de soldados romanos es el propio con que se han de pintar.» Si bien tenía razón ese insigne escritor de la Compañía de Jesús en cuanto a lo de las capillas, escapularios y rosarios, se ve que la tradición se conservaba en su tiempo; y que en hábito más o menos verdadero, el deseo de los artistas y la costumbre de la Iglesia eran que se representase con sus trajes eremíticos.

   Todos los autores concuerdan en que su martirio sucedió junto a Cádiz y en esta misma isla. Todos no, dije mal: uno solo ha manifestado, asegurando que murieron en un cerro cerca de Guadiana. Ese autor fue Villegas en la primera edición de Ilos Sanctorum (Zaragoza 1556), edición que tal vez, o sin tal vez, por esta y otras y mayores inexactitudes, se encuentra prohibida por el Santo Oficio en el Índice del cardenal Quiroga (1583) y posteriores.

   Difiérese también acerca del magistrado que ordenó la muerte de Servando y Germán.

   Los testimonios más antiguos, como el breviario y el misal gótico, no citan su nombre.

   El santoral hispano-mozárabe del obispo Recemundo, expresa que fue Viador; opinión hoy la más seguida, porque el Martirologio romano, compuesto por el cardenal César Baronio la autoriza, al que se han atenido el cartujano Lipelo y otros.

   Antes don Lorenzo Padilla, arcediano de Ronda, había dicho en su Catálogo de los Santos de España (Toledo 1538), que «un juez llamado Hajes, el cual se iba para África a la Mauritania Tingitana, o reino de Fez, trajo consigo a Servando y Germán, y mandó por su sentencia que les fuesen cortadas las cabezas.»

   El sabio jesuita Alejandro Lesley en sus notas al misal mozárabe, observa que ni Viador, que era procurador, podía llevar consigo los reos a ajena provincia (Mérida pertenecía a Lusitania y el territorio gaditano a la Bética), y mucho menos le era lícito darles muerte en ajena jurisdicción. «En el Misal y Breviario mozárabe —añade— no se menciona la ciudad en que fueron presos, ni el lugar en que perecieron degollados.»

   Reflexiones son estas de bastante valía, pero no de tanta que puedan del todo borrar la tradición de que lograron Servando y Germán la palma del martirio bajo el yugo de Viador.

   Pudo el prefecto de Lusitania encargarse accidentalmente también del mando de la Bética por ausencia del prefecto de esta, y ejercer autoridad en ambas provincias en el tiempo de la persecución, o tener encargo especial del emperador para castigar a los cristianos en estas partes de España. No hubiera sido este caso el único; pues consta de las historias, que solían los Césares, enemigos del nombre de Cristo, enviar magistrados a las provincias con poderes únicamente para perseguir a los que profesaban la fe del Crucificado.

   Las actas dicen, según Tamayo de Salazar, que murieron Servando y Germán en Cádiz el año de 298, lo cual se tiene por verosímil, en razón de que el año 300 era prefecto ya en Mérida Calpurniano y no Viador. Don Beltrán Tarfané, en sermón predicado el año de 1802, creía que murieron en la segunda persecución de Diocleciano el año de 303, habiendo padecido en la primera del de 286, y que su edad era de 28 a 30 años.

   Conocidas las opiniones más importantes acerca de los hechos de Servando y Germán, referiré su gloriosa muerte y su vida entre nosotros, después de haber pasado a recibir en el cielo la corona de la inmortalidad: su vida, sí, vida de protección, de consuelo y de esperanza para cuantos los invocaban en sus tribulaciones como intercesores cerca de Dios.

I.

   «Este bautismo, el martirio, es el mayor en la gracia, en la potestad el más sublime, en honor el más precioso,» escribía desde Cartago su obispo Cipriano, pensamiento engrandecido por la elocuencia de su autor, palabras admirables y admiradas por el ejemplo que dio su muerte, y repetidas entre los cristianos de España, con que se alentaban en su fe contra la tiranía de los gentiles.

   Cuando el odio y furor de Diocleciano llegó contra la doctrina de Jesús a sentirse en España, moraban en su patria, Mérida, Servando y Germán; dos jóvenes unidos por los vínculos del amor fraternal más cariñoso, por el más cariñoso aún de la religión combatida, por su entusiasmo en enseñarla, y por su denuedo y constancia en defenderla.

   Ocupaban su vida con el pensamiento y el deseo de la futura: hablaban para convertir al cristianismo usando las palabras más desengañadas y creíbles sobre la brevedad engañosa de nuestra existencia y sobre la incertidumbre del día de nuestra muerte. No se rendían a la fatiga sus cuidados. Dios, como siempre, facilitaba el trabajo de la virtud. Buscaban las almas más huidas y olvidadas de Cristo. Ni tenían tiempos ni ocasiones para predicar la fe con voces que persuadían y alentaban a abrazarla.

   Con el ejemplo de sus virtudes excitaban al seguimiento de la perfección cristiana. Por donde quiera en aquella sociedad gentílica que se veía con desdén o extrañeza cuando no con odio, lograban levantar almas a deseos del cielo y a detestación de la idolatría.

   Llegó la hora de la persecución primera decretada por Diocleciano. Servando y Germán fueron oprimidos en ella, no en olvidadas cárceles, sino en repetidos tormentos, con lo cual crecieron más en virtud y en nuevos deseos, alentados por la doctrina de Cristo, luz de los ángeles y guía de los hombres.

   Serenada la tempestad contra los fieles, Servando y Germán, en una sierra a dos leguas de Mérida, sierra llamada hoy de San Servando, hicieron vida cremítica. En tan sublime y tranquilo retiro, avecindados entre ángeles y solitarios entre los hombres.

   Ansiaron la soledad donde ninguna persona humana entrase a la parte de su pensamiento, sino solo Cristo. Allí pidieron a Dios espíritu y ardor para renovar la pelea contra los gentiles y para conseguir la felicidad de la victoria.

   Con efecto, abandonaron la vida del desierto por la del mundo, y dieron principio con virtud valerosa a nuevas predicaciones con palabras dirigidas a que los idólatras conociesen la verdad y viniesen a su desengaño. Así procuraban guiar las almas al fin divino. A su ejemplo cobraban libertad y se armaban hasta de constancia para defender a Cristo los pusilánimes y los dudosos.

   La humanidad iba errando en su peregrinación. Había perdido bajo el poder de los Césares las libertades políticas, y soñaba con disfrutar los goces de la libertad civil; y todas las libertades eran ausentes de los hombres, y como ausentes todas para más y más deseadas.

   Sí: la humanidad seguía, como casi siempre sigue, en vez de la libertad, la sombra de la muerte.

   Los hombres que más se precian de libres son esclavos de las tiranas leyes de la vanagloria, y hasta de los más deplorables vicios, porque toda libertad para que sea verdadera, ha de tener por fundamento la doctrina de Cristo.

   Servando y Germán, desnudos de las miserias de la tierra, empezaron a predicar la libertad del cielo. Esa libertad era sabiduría en sus labios; esa enseñanza a los cristianos a ser libres en la mayor tribulación por la confianza en la misericordia divina; esa, a no ser opresores de sí mismos por la libertad del mundo, no asistida de la libertad toda de Dios, y para Dios y para nosotros.

   La libertad del mundo siempre arrastró cadenas: los fortalecidos con la libertad de Cristo en las mismas cadenas vivieron y viven libres.

   Servando y Germán derrocaron simulacros de las mentidas deidades veneradas de los que con atrevidos y crueles sacrificios se burlaban de Dios. Sustituían por ellos la insignia sacrosanta de la Cruz: turbaban las ceremonias, argüían con los sacerdotes y los castigaban con palabras que llevaban fuerza y espíritu de Cristo, loor y gloria suya y nuestra, y bendito en los siglos y precio de nuestra redención.

   El presidente de la provincia, indignado, los afligió con la pena de azotes y peines de hierro, sin que pudiese vencer su constancia. No penaron, no, a solas: Dios no pudo dejarlos así; tomó parte en su martirio, y los favoreció con su gracia aún más que supieron sus almas desear.

   Nuevo decreto de Diocleciano vino a afligir la Iglesia. El presidente, yendo, según se dice, por la vía de Tánger, determinó llevar consigo a Servando y Germán, oprimidos, sí, de prisiones, pero gozando la dulce libertad de que nos habla Tertuliano, aquella libertad que era empezar a poner los pies en el dichoso país de nuestra patria, sueltos de los lazos del mundo, y separados de la sociedad de tanto reo.

   Al entrar en la isla de Cádiz, en un elevado cerro, conocido hoy por el Cerro de los mártires, y entonces por el Pago Ursoniano, a la vista del famosísimo templo de Hércules les intimó a que se allanasen a sacrificar ante las aras.

   Evidentemente Servando y Germán habían menospreciado algún ídolo de Hércules en Mérida o sus cercanías, y como ceremonia expiatoria fueron traídos a Cádiz para que en el templo más renombrado de aquel impío numen, sacrificasen en reprobación de su pretendido delito, o con sus vidas satisfaciesen el ultraje. Así, y no de otro modo, comprendo que fue la venida y muerte de Servando y de Germán a Cádiz.

   Con palabras persuasivas en demostración de espíritu y verdad, y no queriendo ser de aquellos que convertían al mundo en un templo de ídolos, en que todo era Dios, menos Dios mismo, los valerosos jóvenes se negaron al sacrificio.

   El magistrado, infelizmente poseído de encono, los señaló a sus gentes como espectáculo de aborrecimiento; y sin lástima de la lozanía de su juventud, de la hermosura de sus rostros, ni de su generoso ánimo, ni de sus notorias virtudes, pronunció la sentencia ya tantas veces proferida en su pensamiento.

   Cayeron bajo la espada del verdugo las cabezas de Servando y Germán, mientras los ángeles les apercibían coronas de laureles celestiales.

   Sobre torrentes de sus lágrimas y sangre navegó con felicidad la bara de su vida al puerto de la salvación a Dios, Rey y Señor de sus corazones, dado a él por amor y no por otro ningún derecho sino el amor.

   Así terminaron su vida Servando y Germán, por la Cruz y por la libertad de la Cruz.

II.

   Desde ese punto la vida de la posteridad empezó para Servando y para Germán a par de la del cielo.

   Mirad: a un anciano y docto arzobispo de Sevilla, a San Isidoro, de aquella insigne estirpe de prelados que durante la dominación de los reyes godos en España dejaron memorias inmortales de su prudencia, de su condición y de sus virtudes en dilatada y estudiosa vida: la estirpe de los Leandros, de los Ildefonsos, de los Fulgencios, de los Julianes, de los Eugenios, Eladios y Félices.

   Sí: San Isidoro, ordenando el Breviario y el Misal gótico. Vedlo: registra las actas de los mártires españoles: estudia las tradiciones de la Iglesia y del pueblo; y enternecido ante la vida y muerte de Servando y Germán, nos recuerda dulce y santamente las angustias de la tribulación que pasaron por la fe de Cristo.

   Isidoro, teniendo presente la vida eremítica de ambos hermanos en la sierra vecina a Mérida, puso en su rezo aquella lección de sabiduría: «Caminaron por desiertos que no eran habitados, y en lugares yermos fijaron sus chozas: hicieron frente a sus enemigos y se vengaron de sus contrarios. Tuvieron sed y te invocaron, y fueles dada agua de una peña muy alta.»

   El santo arzobispo, filósofo y poeta, refirió la pasión de Servado y Germán, en un himno que dice:

   «Cristo, verdadero Rey de los Santos y consagrador de los mártires, tú eres verdad, camino y vida de los creyentes, tú a los escogidos enciendes el deseo, y a los bienaventurados el premio de la victoria. Toda la corte de los fieles te manifiesta sus votos de alabanzas, pues concediste a Servando y Germán la excelente firmeza para vencer en la pelea al enemigo. Porque el presidente mundanal mandó ir al ara y sacrificar a los vanos dioses, y que estos fuertes soldados de Cristo se contaminasen inmolando la sangre de las víctimas. Allí esperaban los tormentos y ser muertos por amor de Cristo. Dulce les era ser abrasados, dulce subrir hierro, ofreciendo sus cuerpos a los crueles suplicios.

   —Nosotros, decían, seguramente confesando a Cristo, execramos los ídolos, y adorando las cosas celestes, despreciamos las terrenas. Lejos de nosotros inclinan los cuerpos al profano rito

   Dicho esto, son oprimidos con mil penas los mártires. El rigor envuelve con nudos retorcidos ambas manos, y una cadena de hierro rodea sus cuellos con pesados cercos. Se abre la noble puerta por la ancha herida, y los agrega Cristo a la cohorte de sus predilectos soldados. Mézclanse con el coro de ángeles y reciben la corona de los premios

   Juntad, sublimes cantores, vuestras voces, votos y dones, y en loor de los Santos, el himno de todos suene este día, y fiestas sean para nosotros de sagrado gozo. Resuene en las alturas la gloria de Dios padre, cantemos gloria a Cristo y al Espíritu Santo, a quien sea alabanza y poder por eternos siglos.»

   Tal era el cántico que escribió San Isidoro, y que siglos y siglos repitió en alabanza de Servando y Germán la Iglesia española.

   En las oraciones de la misa recordaba el santo Arzobispo de Sevilla, los tormentos que pasaron, la sed, el hambre, las cárceles, las cadenas, los suplicios, el largo y trabajoso camino.

   El cuerpo de San Servando quedó en Cádiz, el de San Germán fue trasladado a Mérida. Así permanecieron algunos siglos.

   En Cádiz, sin duda, se hallaba en un monasterio de piadosas mujeres que existía durante el mando de los reyes godos. Como muestra de la devoción de Servando, hay la memoria de una monja llamada de su nombre, que vivió en santa vida.

   La irrupción de los árabes no turbó la paz y veneración de los restos de San Servando en Cádiz. Todavía en el año de 965 el obispo de Iliberis Recemundo, afirmaba que el cuerpo de estos Santos estaba en las costas de Cádiz, por no saber tal vez el paradero del de Germán. Más tarde, y sin constar el tiempo, los restos de San Servando yacen en Sevilla. En la catedral se conservan la mayor parte de ellos: en la iglesia de la Trinidad se guarda su calavera. Allí fueron primitivamente sepultados entre los cadáveres de Santa Justa y Rufina.

III.

   Volved la vista hacia Toledo. Las armas de Castilla la cercan: la morisma se estremece; pero lucha en largo y desesperado cerco oprimida del valor poderoso del rey Alfonso VI. Ríndese la ciudad al cabo, y el piadoso monarca, bajo ¿qué intercesión se puso cerca de Dios en la empresa difícil que constancia y tan aguerrido denuedo había emprendido? Bajo la de San Servando y San Germán. Sobre una eminencia que domina el puente fundó un monasterio del nombre de ambos; pero más conocido por San Servando solamente, acaso por mayor brevedad en el decir.

   En un documento del año de 1088 decía el rey: «Dono, concedo y ofrezco al Señor Dios y a San Servando, cuya basílica está situada en la ciudad de Toledo, junto al río Tajo y cerca de la puerta que fue destruida por los bárbaros y paganos, ahora con el auxilio de Dios construida… el monasterio de San Salvador de Peñfiel.»

   En otro documento escribía el rey Don Alfonso VI: «Bajo el nombre de Cristo, Yo, Alfonso, por la gracia de Dios rey del toledano imperio y magnífico vencedor, con consentimiento de mi amada esposa la reina Berta, propuse hacer como hago esta serie de testamento al monasterio de los siervos de Dios Servando y Germán…»

   Y ¿cuál era el motivo de esta gran devoción y de estos donativos al monasterio? El mismo rey nos lo dice en este último documento del año de 1095: «Por las muchas hambres, sedes, insomnios y trabajos de frío y calor, y por los muchos sudores y con gran dispendio y con mucha sangre derramada de cristiano libre ese sitio de la perfidia de los paganos, por lo cual quería que el monasterio y todas sus dependencias estuviesen libres de toda servitud.»

   A la bajada del monte estaba situado el monasterio de San Servando, con fuerte muro y con muchas torres y profundo foso defendido.

   El emperador don Alfonso VII enriqueció con grandes dones el mismo monasterio, siguiendo la devoción de su padre.

   Y para maravilla y confusión de nuestras almas, el monarca Alfonso VI, en una entrada que hizo en tierras de Andalucía, con gran terror de la morisma por todo el reino, llegó hasta la isla de Cádiz.

   Pudo besar la tierra bendecida con la sangre de los mártires sus protectores, privilegio especial concedido a este rey: penetrar en tierras de poderosos enemigos y talarlas sin poder añadir una conquista a sus conquistas. Esta correría inspiró en los moros momentáneo terror por los atrevida. No podía ser empresa de duraderos efectos.

   Bastó al designio del rey: ¡cuál no sería el regocijo de su alma al saludar la isla del glorioso martirio de Servando y de Germán! Tal premio alcanzó seguramente de Dios por su constancia y por su anhelo de engrandecer su nombre y libertar la patria del poder de los infieles.

   El monasterio de San Servado y San Germán fue de la orden de San Benito. En uno de los cercos que el poder mahometano puso inútilmente a Toledo, el monasterio no fue defendido por circunstancias de la guerra cual los toledanos deseaban. Destruido completamente, más tarde se reedificó en su solar, por el arzobispo don Pedro Tenorio, el castillo que hoy existe con el nombre de San Cervantes, corrupción del de San Servando.

IV.

   Pero en la cadena misteriosa de los sucesos, aún queda mucho más que referir. Don Alfonso el Sabio conquista o puebla a Cádiz, dado el caso de que su padre San Fernando se apoderase de esta ciudad, cual refiere su crónica.

   ¿Qué nombre da a su Iglesia? El de la Cruz; la cruz sustituida por Servando y Germán en los altares que ocupaban los derribados ídolos. El escudo de la iglesia de Cádiz es una cruz de oro sobre alteradas olas. Don Alfonso el Sabio entrega al cabildo una cruz de cristal de roca con un Lignum Crucis: también dona al templo la cruz de su centro de emperador de Alemania: espontáneos obsequios, y sin que el mismo rey se diese otra razón para hacerlos que su piedad ferviente, su memoria de los mártires que por la defensa de la doctrina de la Cruz vertieron su sangre en esta isla.

V.

   Cádiz no tenía patrono especial: el suyo fue desde la conquista el mismo de toda España: Santiago Apóstol. La fe del insigne escritor don Juan Bautista Suárez de Salazar censuró en su libro de las Antigüedades de Cádiz, el olvido en que tenía la ciudad a estos mártires (1610).

   Siete años después, el regidor Francisco Lamadrid propuso que Cádiz los declarase sus protectores: la ciudad accedió a ello, y en Marzo de 1619, una bula de Su Santidad aprobó los deseos de este pueblo.

VI.

   Las artes se encargaron de representarnos las imágenes de estos mártires: el escultor Francisco de Villegas hizo una en 1643: ignorándose quién trazó las primeras en 1619. La insigne artista doña Luisa Roldán y su esposo Luis Antonio de los Arcos, labraron en 1687 las que hoy existen en la Santa Iglesia Catedral; modelos de belleza, de dulzura en la expresión, y sobre todo de elegancia. La edad en que aparecen es como recién salidos de la niñez; su traje es de soldados romanos. El célebre Cornelio Schut, sucesor de Valdés en la presidencia de la Academia de Bellas Artes sevillana, que fundó Murillo, pintó también a los Santos Servando y Germán con buen estilo y belleza de colorido; en el mismo traje que los de la Roldana, aunque en edad más juvenil. Sobre cada uno desciende un ángel para colocar en sus sienes una corona de rosas: composición sencilla y propia del delicado gusto y sentimiento de la escuela de Sevilla.

VII.

   Los efectos de la protección de Servando y Germán han sido constantes, por más que se vean, y no se quiera ver de donde vienen: protección cual el árbol, que extiende sus raíces y crece y nadie lo mira crecer y ninguno lo siente; y no se ve cómo se plantean o enrojecen sus flores, ni quién dará sus frutos, ni quién sublima sus ramas, ni quién ha torneado su tronco.

   El mismo año en que se trató de declarar patronos de Cádiz, un niño recién nacido, apareció a las puertas del Consistorio por abandono de sus padres, y en súplica de la protección del Ayuntamiento. Ese niño fue prohijado por él y llamóse Juan de Cádiz, primer estímulo a la caridad con que Servando y Germán llamaban a ella los sentimientos de este pueblo.

   El 22 de Octubre de 1731, mientras las torres de los templos de Cádiz anunciaban con la voz del bronce la víspera del aniversario de la muerte de sus preclaros protectores, en una mísera choza en el barrio de Extramuros, yacía moribundo Gabriel Fernández: acompañábanlo su hermana y la pobreza, y un religioso dominico que procuraba levantar su espíritu a la cumbre de la eterna misericordia.

   Quizá a aquel desventurado despertó el espíritu hacia Servando y Germán el tañido alegre de las campanas, esperando que intercediesen por él a Dios.

   El Ayuntamiento salió procesionalmente de su Consistorio, a vísperas, y al llegar cerca de la San Iglesia Catedral vio venir la comitiva que acompañaba la Majestad Divina que iba a comunicarse a un enfermo por viático. El cura entró en un coche. Los concejales de rodillas en veneración de la Majestad, acordaron asistirla, siguiendo al coche, y ante él sus clarines.

   Llegaron a la choza: recibió Gabriel los Sacramentos de la Eucaristía y Extremaunción.

   Conmovido el Ayuntamiento al ver la gran necesidad y aflictivo desamparo en que aquel infeliz se hallaba, ordenó a su mayordomo que inmediatamente lo socorriese con dinero, y que un médico de ciudad, el primero que se hallare, fuese inmediatamente a atender a su asistencia antes que llegare la noche, facilitándosele además cuantas medicinas requiriese su estado, hasta lograr el de su entera sanidad.

   Tiernas lágrimas asomaron a los ojos de todos los circunstantes, en presencia de tan conmovedor espectáculo. Los concejales, tomando uno a uno la campanilla, otros el asperges y demás insignias que sirven en tan solemne acto, acompañaron a la Majestad Divina hasta la Santa Iglesia Catedral, orando por el enfermo y regresando al Consistorio, pues las vísperas eran ya fenecidas.

   En 1737 igual protección dispensaron Servando y Germán a otro enfermo llamado Nicolás Núñez, que vivía cerca de de la Catedral. Al salir de las vísperas de los Santos Patronos, el Ayuntamiento vio pasar la Divina Majestad, y la siguió con piedad igualmente fervorosa, y auxilió de varios modos al infeliz que se hallaba en las angustias de la mayor tribulación, así por su enfermedad como por su pobreza.

   Llegó el año de 1755, y con él el 1.º de Noviembre, en que el mar conmovido por aquel terremoto que convirtió en ruinas a Lisboa y otras ciudades, invadió con altas y tremendas olas la ciudad de Cádiz.

   El deán don Lorenzo Nicolás Ibáñez Porcio, a eso de la una y cuarto de la tarde, subió a la antesala Capitular, y acompañado de dos canónigos, puso en el Oratorio el Lignum Crucis, donativo del Sabio Rey, cantando las letanías de todos los Santos, y conjuraron el mar con la Cruz.

   Desde entonces todos los años, desde la víspera de la festividad de los Santos Patronos hasta pasado el día de Todos los Santos, están expuestas a la pública veneración sus imágenes y la cruz de cristal de roca que encierra el sagrado Lignum Crucis, imágenes y reliquia ante las cuales se celebra el 31 de Octubre con solemne procesión y Te-Deum, la gran victoria alcanzada de la morisma en las orillas del Salado por los Reyes de Castilla y Portugal.

   No ha existido tribulación en Cádiz desde que fueron declarados sus protectores Servando y Germán, que la piedad de los hijos de Cádiz no haya acudido a ponerse bajo el amparo inagotable de Dios, ya en epidemias, ya en guerras, sirviendo con el espíritu, y reconociendo por Señor del alma al que lo es de nuestra vidas, porque cuando los hombres no pueden en sí, lo pueden en Jesucristo.

   El precioso signo de la Cruz, levantado en todo el orbe de la tierra, cual dijo Cirilo de Alejandría; y alumbrando a las gentes, hizo la remisión de los que estaban en inteligible cautividad, y estableció la unión de los ánimos en la fe que antes se hallaban divididos y opresos bajo el yugo de muchos e impíos tiranos.

   Por la Cruz Servando y Germán nos enseñaron la libertad, origen y verdadera razón de las libertades verdaderas, esas libertades que en medio de las turbaciones de los tiempos, nos enseñan a tener siempre el alma libre y triunfante.

VIII.

   Há más de dos siglos que la elocuencia del púlpito se emplea en celebrar anualmente las glorias de Servando y de Germán.

   Unos oradores os dirán que los mártires por lo común fueron a los países en que lograron sus padecimientos inmortales: pero que a San Servando y San Germán trajo a esta isla el rigor del presidente enemigo de Cristo. Si en Mérida predicaron, ¿por qué en Cádiz sufrieron el martirio? Se interpreta esto porque vinieron a santificar con su muerte el sitio profanado por los holocaustos al más célebre ídolo de Andalucía, el Hércules gaditano. Otros os repetirán que vinieron con su sangre a apagar el fuego que de continuo ardía en el ara de aquella deidad. Otros os narrarán que si no gozamos los cuerpos de ambos mártires más que poco tiempo, mientras se ennoblecen a otras ciudades, la sangre que derramaron en su martirio, esa solamente la gozó Cádiz.

   Yo, señores, ensalzador de su fe y de sus virtudes; la fe; ese don uno en sí y muchos en merecimientos; admirador de su espíritu de libertad cristiana, esa libertad que da señorío sobre sí a los hombres, señorío mayor que cuantos en la tierra se pueden lograr y adquirir; venerador de los que por estas partes de España enseñaron la doctrina de la vida y espléndida caridad, dando a conocer que si antes la pobreza era vilísima, bajo la Cruz está sobre todas las grandezas del mundo, porque ella enriquece el alma; yo, en fin, bien quisiera con grande ingenio y maravilloso estilo describiros cuanto siente mi corazón al recordar la gloria de estos mártires, objeto de nuestra veneración desde los tiernos años de nuestra niñez, cuando nuestras madres nos decían: —«Ved, ahí está vuestro amparo; ved, ahí vuestra protección.»— Y a su nombre creíamos que se aumentaba en nosotros el divino amor, y con el amor divino todo bien. Pero escuchad: ¿qué voz me parece interrumpir la mía? Oídla, sí; oídla cual yo la escucho; es la que prorrumpe en esta exclamación gloriosa con que la Iglesia de Sevilla saluda a nuestros mártires:

   —¡Oh mil veces dichosa tierra la de Cádiz, que recibió en su seno la sangre de los mártires Servando y Germán!

ADOLFO DE CASTRO.

(1) Este trabajo fue leído en reunión literaria en casa del autor con otros escritos de los Excmos. señores don Francisco Flores Arenas y don Juan Ceballos, y los señores don José María de Baena, don Ramón León Márquez, don Manuel Cerero, don Domingo Sánchez del Arco, don José León y Domínguez, don Pedro Carrere y otros.

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