El mito de La Atlántida en el siglo XIX

28 junio, 2017

por Francisco Atienza Cobos en El Mundo Naval Ilustrado [15/02/1898] [01/03/1898]

localizado y transcrito por Alejandro Díaz Pinto [28/06/2017]

LA ATLÁNTIDA

   Varios son los geógrafos y escritores de la antigüedad que, siguiendo la tradición de griegos y egipcios, tradición que arrancaba ya desde la época cuaternaria en su período más avanzado, supusieron la existencia de una gran isla o continente, con cuyos naturales habían sostenido luchas sangrientas casi perpetuas aquellos pueblos.

   Posteriormente, Platón, una de las primeras lumbreras de la Grecia, consigna que en tiempos remotísimos existía enfrente de las Columnas de Hércules un extenso territorio, mayor acaso que África y Europa, de floreciente comercio, gobierno patriarcal y con artes y ciencias en grande apogeo, que estaba dividido en diez comarcas gobernadas por reyes independientes, pero confederados para hacerse respetas de los extranjeros.

   Casi todos los antiguos historiadores están de acuerdo con la tradición, añadiendo algunos que el poder marítimo de la Atlántida no reconocía rival y que sus flotas navegaban cómodamente por el interior de sus reinos por medio de canales que se cruzaban en todos sentidos, fondeando en los puertos de populosas ciudades, y, por último, que les dominaba una vasta civilización y que poseían palacios y templos de tal gusto y magnificencia, que en parte alguna del resto del mundo pudieron semejarlos.

   Pero como todo lo que se ve con los ojos de la fantasía tiene por lo mismo que revestir fundamentos ideales, resultó, según los historiadores prehistóricos, que, en medio de tanta riqueza, sabiduría y poder, se pervirtieron los atlantes de modo tal que, indignados los dioses, resolvieron castigarlos, surgiendo con este motivo un violento terremoto que sumergió aquel inmenso continente en las profundidades del Océano.

   A pesar de todo, estas leyendas fueron consideradas como fabulosas por espacio de muchos siglos; pero a medida que la ciencia fue progresando en la experimentación geológica, en el desenvolvimiento de la morfología y en las investigaciones antropológicas, autores de gran reputación se inclinaron a admitir como ciertas gran parte de las versiones que la antigüedad ha transmitido, empeñándose en diferentes épocas curiosos debates científicos que, acumulando progresivamente datos y pruebas de la mayor importancia, justifican hoy la existencia de la Atlántida hasta bien entrado el período cuaternario, en que fue absorbida por el Océano.

   La época cuaternaria, así como las anteriores, solo puede describirla la geología en virtud de estudios, ensayos y comparaciones practicados en los terrenos de la superficie o el subsuelo terrestre, analizando un siglo tras otro la acción del tiempo sobre los tres reinos de la naturaleza, pero sin poderse ceñir a orden cronológico alguno, consideradas las cuatro grandes épocas por que nuestro globo ha atravesado.

   Así es que, mientras autores de celebrado renombre han señalado el principio de la época cuaternaria doscientos siglos antes de la edad moderna y el comienzo de ésta última lo que llevamos de era cristiana; otros de no menos importancia señalan la invasión de la época cuaternaria de mil y hasta dos mil siglos a nuestros días.

   Prescindamos, pues, de las últimas cifras y demos por sentado que la época que nos ocupa data solamente desde hace doscientos diecinueve siglos. ¿Cómo remontarse a altura tan colosal, cuando también hay autores que no conceden a la Tierra mayor existencia que la de sesenta siglos, incluyendo, no la última, sino las cuatro grandes épocas que ya hemos consignado?

   El pensamiento se extravía en oscuros arcanos y solo la ciencia, a fuerza de desvelos y sacrificios, con paso tranquilo y mesurado en el transcurso de los siglos que nos sigan, irán poniendo de manifiesto todo cuanto ahora nos parece imposible de traspasar.

   Hoy por hoy no se sabe más sino que la Atlántida ha existido, ya como continente, ya como isla en el mar Océano, hace por lo menos doscientos diecinueve siglos.

   Lo que falta averiguar es el sitio y la extensión que ocupó y las causas originarias de su desaparición.

   ¿Estuvo, pues, unida la Atlántida al continente americano?

   ¿Lo formaba con lo que hoy se conoce por África y Europa?

   Escuchemos lo que sobre el particular nos dicen los sabios.

   Montelle y Bory de Saint Vicent sostienen que la Atlántida ocupaba toda la extensión del Océano en que se hallan comprendidas las islas Azores, las Canarias, las de Madera y las de Cabo Verde.

   Mr. Gaffarell, en sus estudios sobre las relaciones de América y el antiguo continente, fundándose en los testimonios geológicos que tienden a probar que hubo comunicación entre Europa y América, supone la probabilidad de haber existido un gran continente, del cual son restos las Antillas y las islas antes mencionadas.

   Este célebre autor no iba descaminado en sus apreciaciones.

   Sabido es que el mar de las Antillas y las tierras que le son vecinas conservan las huellas de horrible cataclismo que cambió el aspecto de esta parte del Nuevo Mundo en época relativamente moderna, consideradas las que nuestro globo ha atravesado sobre la acción de los tiempos, y teniendo en cuenta los estudios geológicos que así lo comprueban y las tradiciones locales, se viene en conocimiento que toda la parte comprendida desde el Orinoco al Yucatán fue teatro del gran trastorno mencionado, dejando al descubierto de las aguas el archipiélago que hoy conocemos con el nombre de islas Lucayas o de Bahama, Grandes Antillas e Islas de Barlovento y Sotavento, conocidas también por las Pequeñas Antillas, y formando en conjunto un total de 243.200 kilómetros cuadrados de tierra firme.

   Por otro concepto y refiriéndonos a las islas Canarias o Afortunadas, a poco que se estudien sus sistemas orográfico y geológico, se observa con facilidad que son idénticamente iguales al del vecino continente africano, en la parte señalada del Atlas.

   Todas sus montañas, picos y cabos siguen la dirección del NE., tanto en las de Famara (al Septentrión de Lanzarote) como en el grupo de Handía en Fuerteventura, las cordilleras de Hanaya y de las Cañadas de Tenerife.

   El Pico de Teide o Echeide, que se eleva a 3.715 metros sobre el nivel del mar, nos demuestra a primera vista la constante labor que por espacio de muchos siglos han desplegado allí las fuerzas plutónicas, que sin duda debieron contribuir más que en parte alguna al terrible accidente que nos ocupa.

   Así lo considera la tradición local y así lo considera igualmente la opinión de eximios tratadistas, quienes no solo afirman que el continente africano se extendía mar adentro, sino que también se comunicaba con el hoy americano, fundándose en el gran número de especies vegetales comunes a Europa y a América en la época miocena o terciaria, circunstancias que acogió Heer para dar por verídica la existencia de un continente intermedio.

   No es de extrañar, pues, que en el transcurso de miles, o por lo menos de muchas decenas de siglos, la acción del tiempo haya borrado en determinadas zonas hasta las vías de que la ciencia se vale hoy para encauzar sus investigaciones, dejando intervalos donde por el momento no se puede penetrar.

   Mr. Simonin, fundándose en la semejanza de los caracteres jeroglíficos encontrados y analizados en las Canarias con otros hallados en la América del Norte, manifiesta su opinión de que desde aquellas islas al continente americano hubiera existido otro continente sumergido, y que las referidas islas fuesen cordillera de montañas, que quedaran fuera del nivel de las aguas.

   Ahora bien: en el mapamundi levantado por Pisigano en 1367 aparecen las Azores con el nombre de Bracia, denominándolas los ingleses Western Islands, por ser las tierras más occidentales del antiguo mundo.

   La superficie de estas islas mide 2.388 kilómetros cuadrados, y como ya hemos consignado, algunos geógrafos suponen sean restos del continente Atlántico, mientras otros solo las consideran como producto volcánico levantado del fondo del mar, sin duda por hallarse situadas sobre activo y poderoso foco de encontradas corrientes volcánicas, siendo así que en estos tres últimos siglos han surgido diferentes islas, que poco a poco han ido sumergiéndose.

   A pesar de estas opiniones, el ilustrado y competente Sr. Novo, en su Última teoría sobre la Atlántida, se inclina a creer que ésta ocupaba el gran banco sobre el que se asientan las islas Azores.

   También las islas de Cabo Verde, al igual que las Canarias y las Azores, revisten los mismos caracteres volcánicos, cuya montaña más alta, llamada Pico del Fuego, se eleva a 2.700 metros sobre el nivel del mar. Mr. Gafarell explica las analogías de idiomas, religiones, monumentos y costumbres entre americanos, íberos, etruscos y egipcios por la existencia de la Atlántida, opinando que su costa occidental llegaba al Nuevo Mundo y la oriental a Europa y a África.

   Por último, el conspicuo D. Federico de Botella, en la memoria que presentó al Congreso de Americanistas de Madrid con el título de Pruebas geológicas de la existencia de la Atlántida, su fauna y su flora, opina, aduciendo datos científicos, que el territorio que hoy forma el extremo más occidental de nuestra penúinsula debió extenderse hacia Poniente, uniéndose sobre una longitud de más de 1.200 kilómetros, desde Aveiro a Avilés, con otra cualquiera extensión de territorio.

   Que este territorio, hasta el período cretáceo por lo menos, se enlazaba O. y N. con la América septentrional y con Irlanda, y que, desaguada la Península de casi su totalidad merced al movimiento orogénico conocido con el nombre de levantamiento de Córcega y Cerdeña, que marca la división inter-oceánica-mediterránea por el estrecho de Gibraltar, la ruptura que hacia el O. nos señalan los acantilados de nuestras costas galaicas y la desaparición consiguiente de la Atlántida, hubo de ocurrir hacia mediados de la época cuaternaria, coincidiendo con el gran movimiento orogénico tri-rectangular, que señalan en la superficie de nuestro globo trescientas bocas volcánicas.

   Pudiera muy bien haber acontecido que, después del hundimiento que separó la Atlántida de Europa y de América, quedase una gran isla sobre el banco de las Azores, isla que en tiempos relativamente modernos fue rota y resquebrajada por efectos de un nuevo terremoto, quedando en su lugar el actual archipiélago.

   Ésta es la última palabra concerniente a las relaciones que pudieran haber exististido en la antigüedad entre la Atlántida y los hoy continentes de Europa, África y América.

   Todas las opiniones convergen en el punto culminante que se persigue: en la existencia de un continente que pudo constituir en unión de los demás uno común, o que, formando solamente una gran isla, distara de los vecinos continentes intervalos relativamente cortos.

   Los estudios, datos y pruebas que la ciencia arroja inducen a creer que, de haber existido territorios en el Océano desde allá en la edad terciaria, han debido ser continuación de la cordillera del Atlas por el África y de las costas españolas y portuguesas por Europa, internándose hacia el Occidente de aquel mar hasta unirse con el continente americano, comprendiendo todo el golfo de México y el mar de las Antillas.

   No quedará duda de este aserto si se considera que la parte del Océano comprendida entre las islas de Cabo Verde y las Antillas, conocida generalmente con el nombre de mar de los Sargazos, reviste caracteres de haber sido en tiempos tierra firme, a juzgar por sus inmensos bosques de vegetales denominados Sargassum bacciferum, que ocupan una extensión de cuatro millones de kilómetros cuadrados.

   En determinados puntos es tal la profusión de estas especies que forman islotes de verdura, islotes que las proas de los buques rompen sin dificultad.

   Este dilatado conjunto de sargazos afirma la creencia que en el período mioceno, en que la tierra ostentaba todo el apogeo de su feracidad, conservaba vírgenes los bosques de la Atlántida a mediados de la época cuaternaria, cuando le sorprendió un cataclismo, y vírgenes los conserva el elemento líquido dentro de otra nueva naturaleza.

   Ahora nos resta entrar en las consideraciones que motivaron la inmersión de la Atlántida, cuya solución parece que viene ya aparejada según los datos transmitidos por la ciencia, desprendiéndose que a la aparición de los trescientos cráteres en el globo terráqueo y desahogando por ellos la inmensa cantidad de vapores de que estaba pletórico, libre ya de la presión, cedió la corteza terrestre por la parte donde la Atlántida estuvo situada, lo suficiente para que se precipitaran en su seno las corrientes del Océano.

   Convencidos, pues, del hundimiento del continente atlántico, hace ciento diecinieve siglos, la imaginación queda absorta ante el terrible espectáculo de haber quedado sepultados en las ondas miles de ciudades, y por consiguiente, de que reposen el sueño eterno bajo el inmenso piélago del Océano centenares de millones de seres humanos.

Francisco ATIENZA COBOS

Comandante de Infantería.

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