Del éxito al ostracismo: la historia de un olvidado escritor isleño que llegó a triunfar en los años veinte

20 junio, 2020

Alejandro Díaz Pinto

Dr. en Humanidades y Comunicación

José Pérez Ramírez, más conocido como «José Bruno», nació en 1889 en San Fernando. De familia obrera, creció en la calle Santa Teresa o «de las pitas» , a la que recordaría años después como «la de mi niñez, primera vía de mis primeros sueños, donde viví la edad sin edad de la inocencia […] todo un dorado mundo de memorias felices llenas de sol y de libertad». Pocos datos hay sobre su infancia, pero de niño solía reunirse con sus amigos en la «plaza de las vacas» para sacarle «versitos» al dueño de un establecimiento que les negaba castañas pilongas: un talento que había heredado de su tío Manuel Pérez, autor de coplas carnavaleras muy conocido en la Isla a fines del XIX.

La vida le cambia a la edad de diez años, cuando su padre, tras mucho tiempo al servicio del ingeniero municipal Juan Carbó, decide emigrar a América junto a su madre; y dos de sus hermanos también se emancipan: Isabel contrae matrimonio con un santanderino y Manuel logra el sueño de dedicarse al cine mudo, llegando a trabajar con Douglas Fairbanks y, con el tiempo, a recorrer los Estados Unidos junto a su esposa, la bailarina Vida. Él y su hermana Paquita se trasladaron entonces a Puerto Real, quedando bajo la tutela del sacerdote Francisco Ramírez Cuevas, tío materno de ambos. E igual que su otro tío le había inculcado el gusto por las coplas y pasodobles, este le abrió las puertas al mundo los hábitos, logrando que ingresara en el seminario de Cádiz hasta que decidió abandonarlo, a los 18 años, vencido por su afición a las letras.

Fue entonces cuando conoció a la que con el tiempo se convertiría en su mujer, la también isleña María Vigo, y publicó sus primeros versos en el especial que La Correspondencia de San Fernando dedicaba a la Velada del Carmen, inspirado por la obra de Servando Camúñez, pero esto no era suficiente para él. Necesitaba ampliar horizontes. Su primera parada, Sevilla, no fue como la había imaginado: «La torre de la Giralda llegó a parecerme menos elevada que las de mi Iglesia Mayor». Tuvo la oportunidad de iniciarse en el periodismo como colaborador de El Liberal y, más tarde, de redactor en el mismo medio, pero en ocasiones llegó a irse a la cama sin probar bocado, por lo que, cansado de esta situación, tomó un tren a Madrid con 90 pesetas en el bolsillo. Allí, llegó a afirmar, «rompí todo lo que tenía publicado y sin publicar y empecé de cero».

No conocía a nadie, pero fue a parar a una casa de huéspedes gestionada por otro cañaílla, Manuel Domínguez, con quien entabló una gran amistad, y los relatos taurinos que escribía por encargo para el editor J. M. Yagües le permitieron salir adelante. Más tarde trabajó como traductor de francés, más por intuición que por formación, y enseñando en un colegio, labor que se tomó muy en serio para poder hacer frente al compromiso contraído con su novia antes de su etapa en Sevilla. El problema era que durante las vacaciones solo mantenía el sueldo de las traducciones, lo que apenas le daba para dormir en el estudio de un pintor y comer en cualquier parte, por lo que acabó trabajando en una oficina. Esto no satisfacía sus ansias creativas y un día se aventuró a enviarle una prueba de su talento al periodista sanluqueño Joaquín López Barbadillo, quien para su sorpresa manifestó interés en conocerlo personalmente. Sería el principio de un reconocimiento a escala nacional gracias a su faceta humorístico-literaria, teniendo como principales referentes a José Maria Eça de Queirós y a Heinrich Heine. Describía este género de la siguiente manera:

«El humorismo es el mal humor del talento. El mal genio del genio es el genio. No hay humorismo benévolo. Todo humorismo es mal humor. La consideración de lo ridículo, si no produce mal humor, es complicidad. De la misma manera que el humorismo, se define la sonrisa de una desilusión, se declara la desilusión de una sonrisa. Y la desilusión humana es tan seria y majestuosa como el optimismo de los dioses»

José Bruno comenzó a colaborar en Los Lunes del Imparcial e incluso estuvo a punto de asumir su dirección, pero la muerte de Barbadillo en 1922 dio al traste con estas expectativas. Sí concluyó, desde el anonimato, la Biblioteca de López Barbadillo y sus amigos: un singular proyecto para recuperar, traducir y editar de manera muy limitada obras joco-eróticas de diferentes épocas y países que su mentor había iniciado en 1914. Su época dorada llegó al entrar en contacto con el importante editor Artemio Precioso, quien lo mantuvo en el candelero hasta 1936, colaborando en varias de sus revistas literarias más conocidas, como la humorística Muchas Gracias o La Novela de Hoy, donde dio a conocer la mayoría de sus novelas cortas (La torre de Hero, Fábula de amor, El cartero de su deshonra, Cómo fracasó Manrique Alcedo, Las noches de prueba…). También escribió otras como Pajarito o Una mujer frívola para la serie Nuestra Novela y colaboró con relatos y reportajes culturales en ABC, Blanco y Negro, La Ilustración Española y Americana o Alrededor del Mundo, todas ellas publicaciones de primera división en España.

Publicó además tres novelas de gran formato que tuvieron cierta repercusión: Chipilín (Atlántida, 1927), Sataniel (Atlántida, 1928) y El burlón (Renacimiento, 1929), descrito por su autor como «un libro de aventuras grotescas en el que el héroe, aburrido de su vida vulgar, quiere ver ese mundo solo entrevisto en las revistas ilustradas y en las novelas extranjeras […] La novela del hombre que no dio la vuelta al mundo». En todas ellas fue crítico con los críticos, pero tan sutilmente que estos lo trataban a cuerpo de rey. Sin embargo, ya fuese por discreción o quizás por prudencia (su editor tuvo muchos problemas con la censura durante la Dictadura de Primo de Rivera) no era amigo de los concursos: cuando presentó Gesta de Águila al certamen Plus Ultra de ABC, le inquietaba que todos en San Fernando acabaran identificándole.

No han aparecido fotografías suyas, pero las crónicas lo describían, a los cuarenta, como de figura menuda y aniñada, inclinado sobre sus cuartillas en los cafés de barrio madrileños, fino, enjuto, de sonrisa nerviosa y dedicado a tareas muy por debajo de su verdadero talento.

Su meta era establecerse en San Fernando para seguir escribiendo desde allí y vivir de sus libros, lo que posiblemente hubiera conseguido de no ser por el Golpe de Estado, pues a partir de entonces se le pierde la pista salvo por la publicación de María Milagros (Hymsa, 1943), una novela con la que trató de acogerse a los valores nacionalcatólicos imperantes y en contraste con toda su producción. Se sabe que tuvo dos hijos, Francisco y Juan Antonio, y que su muerte en los años setenta fue tan discreta como él lo había sido en vida.

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