El acomodo de las tropas del Ejército en la Real Isla de León por el Real Servicio (1766-1800)

10 noviembre, 2016

por Emilia de la Cruz Guerrero

Aunque la razón de existir de la Isla de León estuvo a grandes rasgos basada en la presencia de la Marina y en las actividades industriales del Arsenal de la Carraca, esto no supuso, ni mucho menos, que la función militar de la Villa quedase limitada en exclusividad al ámbito naval.

De hecho, desde tiempos anteriores a la creación del Ayuntamiento y del traslado del Real Cuerpo, el Ejército también hizo uso de La Isla, si no como centro de operaciones permanente -intención de la Marina- sí como lugar de asentamiento provisional de las tropas que hacían estación en la Villa en su tránsito hacia Cádiz, o desde esta ciudad a otros lugares. Una excepción a esta provisionalidad era el pequeño reducto de veinte hombres -bajo el mando de un oficial- dedicado a funciones de escolta de caudales o personas, cuya presencia en La Isla podía ser considerada como fija. Eran los llamados ‘resguardos de las conductas’.

No obstante, las tropas del Ejército fueron estacionadas en La Isla por períodos de tiempo más o menos dilatados, cuando las razones de seguridad nacional así lo requirieron para salvaguardar la ‘Ínsula Gaditana’ de las eventuales invasiones que se podían producir a causa de nuestra política exterior. Quedaba claro que los ilustrados no olvidaban las anteriores experiencias con Inglaterra, nuestro tradicional enemigo. Ahora bien, mientras se habían facilitado todas las providencias de buen régimen para la subsistencia de tan vasto vecindario -en palabras del síndico personero refiriéndose al acomodo de la Marina en la Isla (1)-, las ocasionales e imprevistas llegadas del Ejército trastornaron por completo la vida de la Villa. Entre otras cosas, porque la Marina había puesto en funcionamiento la infraestructura necesaria para su propio gobierno y en cambio, las tropas del Ejército destacadas aquí carecían de todo lo imprescindible para subsistir al encontrarse separadas de sus unidades de origen. Esto forzó al Ayuntamiento isleño -como a tantos otros en España- a proveerlas de alojamiento, víveres y utensilios para los hombres, así como de estancias apropiadas y paja para los animales (2). ¿Hasta qué punto debería llegar la colaboración isleña con las necesidades del Real Servicio? Al parecer debía ser total, no solo circunscribiéndose a lo rutinario, sino a mucho más debido a la presión ejercida por los intendentes en favor de los militares. Uno de ellos, después de hacer relación de los servicios a prestar por la Villa, añadía un indeterminado y peligroso que no les falte de nada (3).

El gobierno determinaba en qué momento de su política exterior era necesario defender la ‘Ínsula gaditana con soldados del Ejército. Cuando una decisión era tomada en este sentido, la orden se comunicaba a la Capitanía General y de esta, a su vez, pasaba al cabildo isleño la noticia de la inmediata llegada de tropas. Por ello, las apariciones de militares del Ejército en La Isla tuvieron siempre un cariz sorpresivo para el Ayuntamiento. El número de efectivos castrenses enviados a la Villa respondería, teóricamente, a la magnitud e inminencia del posible peligro de invasión, pero también a las disponibilidades económicas del Estado. Así, la vez que más soldados hicieron acto de presencia fue en 1770, cuando, a causa del incidente de las Islas Malvinas, nuestra Nación se encontró sola ante Inglaterra tras la traición francesa al Tercer Pacto de Familia. Ese año llegaron a La Isla, entre la caballería y la infantería, un total aproximado de 1.400 y 700 caballos sin contar los mandos superiores (4). Puede que se trate de una cantidad aparatosa, pero también reveladora acerca de los temores vividos en ese tiempo.

Estos temores fueron mayores en 1797, cuando el peligro de invasión por parte de los británicos fue mucho más real que en 1770. La ‘Ínsula’ se vio asistida otra vez por las tropas del Ejército, aunque en esta ocasión los indicios apuntan a una presencia militar menor (5) a pesar de estarse viviendo una guerra en firme contra el inglés y no un posible conflicto como cuando las Malvinas. El asunto se veía agravado al encontrarse el enemigo en las cercanías de la ‘Ínsula’, dispuesto a vengarse de España por su antinatural coalición con la Francia revolucionaria, sellada por el Tratado de San Ildefonso. Pero en esta guerra de fin de siglo, nuestra Nación no parecía disponer más que de unos recursos muy limitados a causa de la severa crisis reinante en el país, provocada por una economía resentida y una hacienda deficitaria (6).

Era evidentemente que el corto número de soldados profesionales destacados en La Isla poco podría hacer frente a la contingencia de una invasión. Por tanto había que buscar otra solución para solventar el problema de la defensa y no se encontró otra que implicar directamente al pueblo en la cuestión. Se tuvieron preparados 2.000 fusiles -por cierto, reparados- a repartir entre igual número de voluntarios isleños (7) quienes, a su vez, debían estar dispuestos a luchar contra el invasor con una dotación de seis cartuchos por fusil (8). La extraña mezcla de militares y voluntarios isleños quedó así a la espera de la temida e inevitable irrupción británica en suelo isleño, según tenía asumido el despavorido pueblo (9).

La desgraciada operación militar destinada a la conquista de Argel de 1775, hizo aparecer también al Ejército por tierras isleñas aunque en una cantidad bastante reducida, pues solo 90 dragones fueron estacionados en la Real Villa (10). Quizá no se esperaban repercusiones importantes de las acciones castrenses proyectadas en el norte de África, pero también es verdad que después del ingente número de soldados empleados en la operación africana -20.000 hombres según algunos autores (11)- no debían quedar demasiados militares disponibles en los alrededores para defender la ‘Ínsula’.

Cuatro años más tarde, la pretendida conquista de Gibraltar comenzada en 1779 requirió un extraordinario esfuerzo militar, tanto por el lado de la Marina como por el del Ejército. Esto significó, como era previsible, una fuerte implicación indirecta en el conflicto de la Real Isla. La Villa observó atónita cómo su término municipal era utilizado como si de un enorme campamento castrense se tratara. En el tiempo de la campaña, las unidades militares se sucedieron en el suelo isleño con ese dinamismo que pareció imprimir a todo el país la idea de arrebatar la Roca a los ingleses. Los soldados llegaban, permanecían un tiempo en La Isla y marchaban al Campo de San Roque en pos de la victoria sobre los británicos. Infantería de diversos orígenes, caballería de varios tipos, regimientos de milicias, escuadrones de voluntarios y otros cuerpos militares (12) llenaron La Isla entre 1779 y 1783 ocasionando problemas de toda índole, así como un gravísimo trastorno en la endeble infraestructura alimentaria de la Villa. Se originó, de hecho, una importantísima crisis en los abastecimientos (13). Crisis a la que no fue ajena en absoluto la Marina, inmersa en ese tiempo en una frenética actividad mucho mayor a la del Ejército, pues estaba enfrascada de lleno no solo en las operaciones militares, sino también en la reparación y acondicionamiento de naves y en el desarrollo de nuevos artefactos bélicos fabricados en el Arsenal de la Carraca, como las célebres lanchas cañoneras (14).

El principal problema con el que se topó el ayuntamiento para alojar a esas tropas del Ejército que periódicamente acantonaban en ella, era simplemente no disponer de un lugar para aposentarlas, ni siquiera medianamente apropiado. Una solución fácil hubiera sido repartir la carga entre la población pechera de la Isla, pero ocurría que tal estrato social era de muy escasa consideración comparado con el resto de los habitantes, exentos de tales obligaciones por una razón u otra (15).

Los ediles isleños intentaron no molestar en demasía al bajo estamento de los no privilegiados, aunque luego, en la práctica, fue irremediable. De todas formas, las tropas, en el número en que fueron llegando a la Isla, no habrían podido ser absorbidas por los pecheros aún en el caso de existir gran número de ellos, pues, por ejemplo, intentar que los menestrales dieran alojo a los más de 1.400 soldados -y a sus animales- acantonados en la Isla durante los sucesos de 1770, habría sido, cuando menos, absurdo. Eso sí, los pecheros quedaron encargados de aposentar a los oficiales (16). Fue precisamente en este último año, con el gran asentamiento de tropas a cuenta de las Malvinas, cuando el ayuntamiento tuvo la oportunidad de establecer las bases para futuros alojamientos ante la evidente incapacidad isleña de dar cabida a los soldados del Ejército. Pero no se hizo. Ante la súbita llegada del enorme contingente de tropas que, como hemos dicho, causó gran sorpresa en la Villa, el concejo decidió como solución inmediata -quizá la única válida en ese momento- incautar las caserías sitas en el término municipal. Lo lamentable fue que nadie se planteó en ningún momento la irrepetibilidad de tal solución de emergencia en el futuro.

Las caserías eran haciendas de corta extensión que integraban los conceptos de vivienda, huerta y jardín. Construidas por los potentados de Cádiz para su descanso y recreo desde siglos atrás (17)  eran, más que nada, signos externos de la desahogada posición económica de esa rica burguesía de la capital, que había hecho de la Isla su Aranjuez, como dijo acertadamente un cronista gaditano en el siglo XVII (18). Cuando los regidores decidieron confiscar las caserías en 1770, ya se había superado la época estival y la mayoría de ellas se encontraban libres, con lo cual las inspecciones realizadas para elegir las más apropiadas no presentó inconvenientes.

De entre todas ellas, se seleccionaron 14 (19) para dar cobijo a las tropas de Caballería e Infantería próximas a arribar a La Isla (20). Con anterioridad se había solicitado la aquiescencia de los propietarios, resaltándose la importancia de la prestación que se realizaba a la Patria y, aparentemente, ninguno de ellos presentó problema en ceder sus fincas en favor del Real Servicio. Tan sólo con una de dichas caserías hubo de seguirse un procedimiento especial al haber sido propiedad de la Compañía de Jesús y encontrarse en ese momento incautada por el Estado. El gobernador de Cádiz -y presidente de la Junta Municipal- no presentó reparo alguno para su uso, aunque impuso algunas limitaciones (21).

La labor del municipio fue ardua y difícil, pues el asentamiento de 1770 se producía a escasos meses de la llegada del Real Cuerpo de Marina desde Cádiz. La diferencia entre ambos acantonamientos radicaba en que la venida de la Marina había sido conocida con suficiente antelación por el cabildo y su acomodo se produjo sin demasiadas dificultades y así siguió durante muchos años. Por el contrario, las llegadas del Ejército eran siempre anunciadas con cierta prisa (22), y el margen de tiempo disponible para solventar los escollos era, como máximo, de días. Por tanto, el Ayuntamiento se vio obligado a resolver siempre con precipitación el hospedaje de las tropas, quedando en más de una ocasión atrapado entre las conminatorias órdenes recibidas de la intendencia sevillana y la realidad obvia de no tener dónde colocar a los soldados. Así ocurrió, por ejemplo, en el verano de 1781, cuando el Cerco a Gibraltar estaba en su apogeo y el gobernador de Cádiz insistía ante la Villa en obtener alojamiento para dos batallones de Infantería, sin atender a las razones del concejo isleño acerca de la imposibilidad de su disponer de él (23).

En 1770 -11 años antes de los sucesos de Gibraltar- la situación era bien distinta y a pesar de las urgencias mostradas tanto por el capitán general del Ejército como por el asistente de la provincia (24), alcalde y regidores supieron maniobrar con habilidad y tacto. Ciertamente la Villa colaboró de forma extraordinaria con las necesidades del Real Servicio sin mostrar ninguna clase de agobios. No en vano, no era la primera vez que recibía un encargo de tal trascendencia. Contaba con la experiencia de haber instalado, meses antes, al Real Cuerpo de Marina en La Isla, y, sobre todo, había deseos de cumplir bien con esta misión, aunque las características presentadas por el acantonamiento del Ejército eran bastante diferentes a los de la Marina. Así, obedeciendo las órdenes recibidas, se realizaron todas las obras necesarias para adecuar las caserías a la función a la que iban a ser destinadas, haciendo las modificaciones esenciales para albergar a la caballería (25). Se puso especial cuidado en agrupar y situar las unidades de caballería en las afueras de La Isla para evitar, en lo posible, molestias al vecindario. Además se le separó de la Infantería (ver mapa) y, ambas, de las unidades de la Marina.

El éxito municipal en la resolución del problema del alojamiento en 1770 alcanzó gran resonancia incluso a nivel del Gobierno y, una vez superadas las tensiones con Inglaterra, empezaron a llover los agradecimientos oficiales. El primero llegó del capitán general de Andalucía, marqués de Venmarck, quien desde su puesto de mando en el Puerto de Santa María (26) había seguido con complacencia las acciones del cabildo isleño; no sólo felicitó al Ayuntamiento sino que además hizo saber al monarca su satisfacción personal. En adición, y por el éxito en la gestión, recomendaba condecorar al alcalde mayor de La Isla (27). Meses más tarde, el secretario de Estado y del Despacho Universal de Guerra mostraba el reconocimiento de la Corona a la labor realizada (28). Al mismo tiempo, en la Chancillería de Granada, se trabajaba en la concesión del título de ministro togado a dicho alcalde mayor (29) en atención a su mérito talento en el alojamiento de las tropas (30).

Pero los parabienes encubrían una realidad bien distinta y, a partir de este acantonamiento de 1770, las cosas marcharon de forma muy diferente. El éxito obtenido se debía, por supuesto, a la gestión del alcalde mayor y de los diputados municipales, pero también a la favorable disponibilidad de los dueños de las caserías en ceder sus habituales lugares de recreo.

Distribución de las caserías isleñas ocupadas por el Ejército en 1770.

Distribución de las caserías isleñas ocupadas por el Ejército en 1770.

En vista de los perjuicios materiales sufridos en sus propiedades a raíz de la estancia de las tropas, el Real Servicio no encontraría nunca más la gentileza mostrada en 1770 con dichas caserías. Por desidia o por otras razones, el Ayuntamiento fue incapaz de recomponer las propiedades a su estado original, provocando el enojo de los grandes de Cádiz. Es significativo el silencio observado en las actas capitulares isleñas respecto a nuevas cesiones incondicionales de caserías a partir de este gran acantonamiento de 1770.

La cuestión no quedaría ahí, pues si el rechazo de la alta clase social gaditana al alojo de los militares era patente, el del otro extremo de la sociedad, el de los pecheros isleños, llegó a ser absoluto. Mientras los primeros podían eludir sin ningún tipo de embarazo -ni consecuencias legales para ellos- el engorro de ceder sus propiedades, los segundos no se encontraban en la misma situación. Por ello, los menestrales de la Real Isla, agudizando su ingenio, encontraron la única solución posible para evitar en el futuro ser forzados anfitriones de huéspedes no deseados. Decidieron reducir sus viviendas en tal manera que los espacios habitables se concretasen a lo mínimo necesario para los requerimientos de cada familia, renunciando a todos aquellos lugares desocupados o de desahogo susceptibles de ser intervenidos en ulteriores asentamientos del Ejército. Desde luego pudo incidir también en el asunto la gran subida experimentada en los alquileres de las casas por la demanda producida tras la llegada del Cuerpo de Marina (31), aunque la documentación manejada no hace cita alguna al respecto.

Las repetidas alusiones a la voluntaria reducción en las viviendas hechas en los cabildos municipales, reafirman la idea de un acuerdo tácito de la clase social isleña más baja para evitar el hospedaje de militares (32). Este enorme sacrificio impuesto por los más humildes a sus vidas hubo de responder, necesariamente, a hechos, actitudes y tropelías de los militares durante los meses de estancia en la Isla de León. De no ser así, no se entendería la unánime actitud adoptada ante el problema del alojamiento. En el fondo, aunque no en la forma, se coincidía plenamente con la posición de los ricos dueños de las caserías. Es más, aunque no hay constancia escrita sobre incidentes causados por la tropa o sus mandos (33), una representación del síndico personero en 1775 al pleno municipal lleva a pensar en la existencia de tales problemas, pues, como consecuencia de ellos, hubo más de una algarada popular (34).

No obstante, cuando llegaron los 90 dragones en 1775 todavía se hizo uso de alguna casería, pero extremando el Ayuntamiento las precauciones para en lo posible, no vejar a este vecindario (35). Habían hecho mella en el concejo isleño tanto las quejas de los pecheros como las reclamaciones por daños de los burgueses gaditanos. En sucesivas ocasiones, el cabildo hubo de emplear otras alternativas de alojamiento menos cómodas para las tropas como almacenes de propiedad privada, el mesón de la Villa, viviendas de algunos particulares dispuestos a hacer negocio o en simples barracas no apropiadas ni para los animales (36). Lo cierto es que un año después de la llegada de los dragones con motivo de la campaña de Argel, todas las puertas habían quedado cerradas.

Por esta razón, poco pudo ofrecer el Ayuntamiento isleño al director general de la Armada cuando este anunció a la Villa la inmediata entrada de tropas procedentes del Ejército destinadas a nutrir las de los Batallones del Real Cuerpo, escasas de personal por la falta de atractivo que la Marina, y en general, la vida militar, tenía para los españoles del siglo XVIII (37). Cuando en diciembre de 1776 los soldados que se habían anunciado (38) -más de 1.000 hombres- aparecieron por la Isla de León, el director general de la Armada solicitó para ellos el mismo lugar ocupado por la tropa de Infantería en el tiempo del acantonamiento de 1770, pero ello no fue posible: el Ayuntamiento lo estaba usando como almacén para guardar 8.000 fanegas de trigo (39).

En realidad, en ese momento los alojamientos disponibles en La Isla eran muy escasos y se reducían a dos almacenes, una cochera y unos pajares, tres habitaciones en el mesón y otras tres en una vivienda particular, necesitada, por cierto, de profundas reparaciones (40). El desbordado Ayuntamiento sólo pudo disponer para paliar el problema que los alarifes y obreros trabajasen día y noche en un intento de quedar a la altura de las circunstancias (41). Apenas dos años después, la cuestión se agravaría aún más con la llegada de otro contingente de militares destinados al mismo fin del anterior (42). Primeramente se les alojó en el mesón de la Villa, donde permanecieron 13 días (43) para ocupar, a continuación, diversos alojamientos en espera de encontrar acomodo definitivo en la Ciudad Militar de San Carlos, todavía en embrión, a la que no pudieron iniciar su traslado hasta la primavera de 1794 (44).

A pesar de este problema presentado con las tropas venidas para engrosar los batallones de Marina, los componentes del Real Cuerpo disfrutaron en La Isla de una cierta estabilidad en sus alojamientos, mejor acondicionados -dentro de su inadecuación- que los asignados al Ejército. Así, en 1789, aunque desparramadas las fuerzas por el término municipal de la Villa, existió una cierta coherencia y concentración en los alojamientos. Por ejemplo, los batallones fueron localizados en el castillo señorial del Duque de Arcos; la artillería estuvo situada en el otro lado del puente Suazo aprovechando algunos locales del extinto Real Carenero; mientras los almacenes de la provisión de víveres quedaban muy cercanos a la Nueva Ciudad Militar aun en construcción. Por su parte, la academia de guardias marinas estaba ubicada en un lugar aceptable, próximo al Camino Real (45).

En cambio, los oficiales y demás mandos de la Marina -especialmente aquellos con familiares a su cargo- se encontraron con un problema muy distinto al de las tropas. A resultas de la llegada del Real Cuerpo, como ya hemos indicado, la especulación se disparó y las viviendas de la Isla sufrieron un importante incremento en sus arriendos (46) aprovechando la ineludible obligación de los marinos de residir en ella. Ante la abusiva situación que colocaba el precio de los alquileres muy por encima del valor acostumbrado, las protestas no se hicieron esperar y pronto el Consejo de Castilla tomó cartas en el asunto, señalando el derecho de los marinos a habitar las casas al mismo precio que tenían antes de su llegada a la Real Isla (47). Eso sí, seguramente la disposición del Tribunal no surtiría efecto alguno.

Notas:

  1. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 25-VIII-1775.
  2. A.M.P.R. Actas Capitulares. Año 1771. R.D. del 31-XII-1705 sobre utensilios.
  3. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 6. Sesión del 26-X-1770. Carta del intendente interino, marqués de Malespina, al alcalde mayor de la Isla de León.
  4. Llegaron el regimiento de caballería de Calatrava y el segundo batallón del regimiento de Zamora de infantería. Según Bueno Carrera (BUENO CARRERA, José María. Soldados de España. Málaga, 1978. Págs 38-40) un regimiento de caballería en tiempos de Carlos III constaba de 672 individuos, sin contar a los mandos superiores. Igualmente, en cuanto a la Infantería, un batallón estaba compuesto de 693 hombres, también sin incluir a los mandos.
  5. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 22. Sesión del 13-VII-1797. En las Actas Capitulares sólo está reseñada la entrada en la Villa de setenta dragones. La cifra nos parece mínima ante la magnitud del peligro que se cernía sobre la Isla Gaditana.
  6. AVILES FERNANDEZ, Miguel y otros. Carlos III y el fin del Antiguo Régimen. Madrid, 1982. Págs. 221-222.
  7. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 32. Sesión del 6-IX-1797.
  8. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 12-VIII-1797.
  9. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 13-VII-1797. Se exponía en esta sesión, el fundado temor a un desembarco con objeto de quemar el Arsenal de la Carraca o de cometer aquí otro insulto y en el caso de haberlo ha de ser por esta Villa. Se decidió exhortar a los habitantes de la Isla, para que acudieran con las armas que tuvieran a defenderla, tras escucharse el toque de generala. Los munícipes estaban dispuestos a ser los primeros en defender al pueblo y al Arsenal.
  10. A.M.S.F. Ibidem. Libro 10. Sesión del 17-IV-1775.
  11. LYNCH, John. Opus cit. Pág. 279.
  12. A.M.S.F. Actas Capitulares. Como ejemplos, señalamos algunas actas de los años 1779, 1780, 1781 y 1783 -libros 14, 15, 16 y 18- en las sesiones de 20-IX-1779, 8-III-1780, 27-V-1780, 13-VI-1781 y 11-X-1783.
  13. Crisis en los abastecimientos que se detalla en un capítulo posterior.
  14. NAVARRETE, José. Las llaves del Estrecho. Estudio sobre la reconquista de Gibraltar. Madrid, 1882. Págs. 430 y ss.
  15. Exponía el procurador síndico que «aunque la población es de tres mil vecinos, los más de ellos son privilegiados y gozan de exenciones, unos por ser hiladores, tejedores de lonas, calafates y carpinteros, que aunque trabajan en el Real Arsenal de la Carraca, están asentados en esta villa. Otros -la mayor parte- son matriculados y gentes de mar, quedando sólo para sufrir el alojamiento los menestrales que forman la ínfima parte del pueblo». A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 10. Sesión del 7-III-1775.
  16. A.M.S.F. Ibidem. Libro 5. Sesión del 25-XI-1770.
  17. El testimonio más antiguo sobre propiedades gaditanas en la Isla de León lo da HOROZCO, Agustín de. Historia de la ciudad de Cádiz. Cádiz, 1589. Pág. 142.
  18. CONCEPCION, fray Gerónimo de la. Opus cit. 
  19. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 5. Sesiones 23-X-1770 y 29-X-1770. Las catorce caserías elegidas fueron:
    • Para la caballería: Ardila, Pedroso, Casa Grande, Marquina, Arboledilla, Albenda, Villavisencio, Ventorrillo de las Chozas y Cetina.
    • Para la infantería: Ricardos, Olea, Sansedilla, Leiza y Reina.
  20. Las unidades militares eran el regimiento de caballería de Calatrava y el segundo batallón de infantería de Zamora.
  21. Se trataba de la casería de Cetina de la que se prohibía hacer uso de la mansión, las huertas y los árboles frutales. En cambio no había inconveniente en que se realizaran las ampliaciones que se necesitasen. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 5, carta del Gobernador Nicolás Bucarelli al alcalde mayor de la Real Isla de León del 31-X-1770. Documento suelto adosado al libro de actas.
  22. A.M.S.F. Ibidem. Sesiones del 24-X-1770 y del 25-X-1770.
  23. A.M.S.F. Ibidem. Libro 16. Sesión del 13-VI-1781.
  24. A.M.S.F. Ibidem. Libro 5. Año 1770. Carta del marqués de Venmarck al alcalde mayor. Documento suelto adosado al libro de actas.
  25. Se modificaron las puertas y los techos, y se construyeron pesebres para los caballos. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 29-X-1770.
  26. A.M.P.S.M. Actas Capitulares.  Libro 83. La capitanía general del Ejército del Reino de Sevilla fue establecida en 1770 en el Puerto de Santa María. El primer capitán general fue el marqués de Venmarck.
  27. A.M.S.F. Ibidem. Libro 6. Sesión del 21-II-1771. Carta de D. Juan Gregorio Muniain fechada en San Ildefonso el 18-VIII-1771, en la cual se reseñaba «que por orden de S.M. se manifiesta la satisfacción con que queda de que esta Villa haya cumplido como corresponde en las ocurrencias próximas pasadas con los recelos del rompimiento con la Inglaterra».
  28. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 27-VIII-1771.
  29. Don Gaspar de Aranda y Villegas.
  30. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 6. Sesión del 30-VIII-1771.
  31. BLANCA CARLIER, José María. Opus cit. Real Despacho del 24-XI-1769.
  32. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 13. Sesión del 20-XI-1778. El sistema empleado por los pecheros isleños para evitar el forzado hospedaje de militares requirió un gran sacrificio. Consistía en «ceñirse a tener menos habitación de la necesaria», según se exponía en cabildo.
  33. No hay nada reflejado como tal en las actas capitulares de ese tiempo, ni en otras secciones del Archivo Municipal de San Fernando.
  34. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 10. Sesión del 7-III-1775. El síndico hace referencia a las incomodidades de los pecheros isleños en 1770 y a los «clamores continuos de esta pequeña parte del pueblo», señalando que como consecuencia de las protestas se hubo de presentar una reclamación sobre el tema ante el intendente de Sevilla.
  35. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 17-IV-1775.
  36. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 14. Sesión del 30-IX-1779. Durante el Sitio de Gibraltar, el ayuntamiento pareció inhibirse de sus responsabilidades en cuanto al Real Servicio se refería. El director general de la Armada, preocupado por las malas condiciones del alojamiento de las tropas del Ejército acantonadas en la Isla, instó al concejo local para que acondicionase en lo posible los almacenes donde se cobijaban los soldados, no preparados para el invierno pues ni siquiera contaban con un cobertizo en donde colocar la cocina.
  37. ALVAREZ SANTALO, León Carlos. «El reformismo borbónico». Historia de España. Ed. Planeta. Barcelona, 1989. Vol. VII. Pág. 122. Este autor resalta la escasez de efectivos de la Marina.
  38. Dos batallones del regimiento de infantería de Valladolid. A.M.S.F. Actas Capitulares. Libro 11. Carta del director general de la Armada, D. Andrés Reggio, al alcalde mayor de 29-XI-1776.
  39. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 9-XII-1776.
  40. A.M.S.F. Ibidem.
  41. A.M.S.F. Ibidem.
  42. El segundo batallón del regimiento de Guadalajara. A.M.S.F. Ibidem. Libro 13. Sesión 17-XI-1778.
  43. A.M.S.F. Ibidem. Sesión del 22-X-1778.
  44. TORREJON CHAVES, Juan. Opus cit. Pág. 22.
  45. Ver plano de Tofiño para la ubicación de las dependencias militares a finales de la década de los ochenta del siglo XVIII. TOFIÑO DE SAN MIGUEL, Vicente. Plano del Puerto de Cádiz. 1789.
  46. BLANCA CARLIER, José María. Opus cit. Pág. 93.
  47. Ibidem. Real Despacho del 24-XI-1769.

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