por Alberto Muñoz Durán / Fotografía: Ignacio Escuín
Hace ya muchos años, allá por el desgastado 305 de nuestra era, dos personas fueron víctimas de la cualidad humana más cruel. Hermanos que, según la leyenda, fueron decapitados por su honor.
La sangre inocente brotó de sus cuerpos maltratados intentando destruir su fe. Fluido vertido sobre una tierra polvorienta. Un pavimento de color albero que los convirtió en mártires y se hizo sagrado. Sobre él se alzó un santuario. No uno cualquiera; una ermita que rememoraría sus vidas, ilusiones y sufrimientos.
Hoy día es una capilla, situada en el punto más alto de San Fernando, la que se levanta ensalzando la fábula. La que abraza los aromas más singulares que fluyen en su cercanía. Olor a pesca, a mar y a sal. Una iglesia que ilumina el alma de los isleños cada 23 de octubre, pues en esa fecha se realiza cada año una romería que los engrandece. Cientos de personas se unen en armonía para sobreponerse al martirio de Servando y Germán, intentando honrar con alegría, compañerismo y pasión el dolor que soportaron a través de la maldad humana. Maldad que desde entonces se transformó en una virtud distinta; el amor.
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