por Alejandro Díaz Pinto
José Ramón Sánchez Urréjola da forma, desde hace décadas, a uno de los elementos más característicos de la Bahía de Cádiz.
Vive junto a la Bahía, en una coqueta casa rodeada de plantas y regalos del mar. Sobre su mesa, una antigua imagen de la Virgen de la que afirma «fue obsequio de una amiga que antes de encontrarla, soñó con ella». Y también libros, muchos libros sobre el Patrimonio de San Fernando que tanto ha inspirado en su producción artística.
Porque si algo llama la atención son sus esculturas, labradas a partir de bloques de piedra ostionera. Hay animales, corazones e incluso una guitarra que homenajea a los flamencos con predilección por aquello. Las más curiosas adoptan formas antropomórficas aunque no naturalistas sino con un acabado tosco, como herederas de civilizaciones arcaicas y que, sin embargo, son fruto de un trabajo minucioso, cuatro herramientas básicas y mucha, mucha paciencia.
‘Moncho’, como le apodan sus amigos -de tertulia, en el patio- siente que «hace falta en San Fernando», quizá por eso, «cuando desaparece una piedra en la ciudad, es como si me arrancaran el brazo». De niño aprendió a apreciar los detalles de las casas isleñas, sus portadas barrocas y sus almenas. Sus escudos heráldicos y las ménsulas que sostienen los balcones. De ahí que acabase extrapolando la creatividad de su oficio -el de confitero- a labrar estas piedras formadas a base sedimentos marinos.
«Es algo que aquí siempre se ha hecho, aunque cada vez con menos frecuencia». Recuerda que su abuelo le contaba cómo los presos del Penal de La Casería se sentaban a orillas de la Bahía para picar los bloques que más tarde viajarían hasta la capital. Algunos de estos presos, indica, «saltaban desde el puente sobre los trenes que salían para Madrid», por lo que no le extrañaría que esos dos hermanos -enfrentados por una mujer según reza la leyenda a la que se atribuye la cruz cercana- fuesen en realidad presidiarios o, simplemente, ciudadanos que perdieron la vida al intentar mejorarla.
El puente, de alguna manera, continúa en La Casería. Sillares suyos fueron transformados en arte por este escultor como forma de «mantenerlo vivo». Lo mismo ocurrió con la casa de Zimbrelo, o la ‘casa blanca’ existente en el paraje de Fadricas hasta mediados de siglo. Quizá alguna de ellas le sirviera para labrar el ‘Camarón’ o el ‘Chato’ con los que empezó, el primero de ellos regalado al propio Manuel Monje, hermano del cantaor.
«Aunque no tenga escuela, me alimento de la misma piedra», advierte. A veces se frustra por lo frágil del material. Los golpes deben ser muy medidos, sobre todo con herramientas tan rudimentarias como las empleadas por Moncho quien afirma trabajar «igual que un hombre de hace miles de años». Y es la verdad, porque algunas de sus esculturas recuerdan a obras fenicias, a la Grecia más arcaica o a las culturas precolombinas. No sigue un patrón sino que «me dejo llevar por el instinto», como cuando trabaja las caras: después de visualizarlas las esculpe en cuatro días… o en dos meses, «sin bulla, para que me duren».
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