por Adelaida Bordés Benítez / Fotografía: Ignacio Escuín
Es el momento del día en que las horas pierden su nombre porque el tiempo se detiene. Es el momento en que pasa todo sin que pase nada. Es el momento tibio, sereno y silente en que duerme la rutina mientras el cuerpo se queda solo aunque muy cerca haya otro. Es el momento en que todo queda fuera, separado de la piel, aislado del mundo. Los ojos se abren para ver volar las nubes, asustadas por el sonido estridente y breve de la bocina de un tren. Por la glorieta se esconde el silbato del jefe de estación, su voz grave ordenando rapidez, el rodaje de la carretilla con el equipaje, guardador de ilusiones, desencantos, propósitos, olvidos.
Es el momento en que la glorieta sueña con subir a uno de esos trenes para cruzar por un paisaje, para sentir la lejanía cada vez más cerca, para ver si el cielo tiene el mismo color en otro sitio, si el viento mece las flores haciéndolas bailar. En una bolsa se llevaría los pasos ilusionados, los emocionados, los desesperados y los cansados de cuantos caminaron por ella para viajar o para trabajar. Haría sitio a los amores juveniles, a los de plata y a los de oro que disimularon sus árboles en la oscuridad. Y no olvidaría las risas de los niños mientras correteaban y tiraban piedras a la fuente.
La bocina suena. El tren pasa ante la glorieta como el lazo que anuda el regalo más hermoso, el que guarda el color del cielo encendido, la luz pálida de la tarde, el brillo que tiembla en la noche.
Todo empieza a pasar. Los cuerpos caminan, se cruzan. El aire sopla suavemente. Las horas recuperan su nombre. Por la glorieta pasan al revés.
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