La Cuestecilla de la Cárcel

29 agosto, 2017

Adelaida Bordés Benítez

Traductora y escritora. Secretaria de la Real Academia de San Romualdo

Los recuerdos ayudan a escribir. Tiramos de ellos al comenzar un trabajo, para darle forma a las pausas que surgen haciéndonos tropezar durante el relato o simplemente aparecen por obra y gracia del tema. Pero lo que resulta fascinante es sentir que se tienen, que uno lleva a otro y a otro más. Es la forma en que el tiempo nos dice que ha pasado. El corazón salta y el cuerpo en que habita olvida el presente para volver a ese entonces que se quedará en unos renglones. Es un momento especial para quien escribe, porque debe apaciguar la memoria, la prisa con la que aparecen las imágenes, un mecanismo que el punto final detendrá. Pero mientras llega, la tranquilidad y la mesura se pueden lograr con la observación.

La Isla, la nuestra, es una ciudad que nos la facilita, que nos regala la serenidad para separar y elegir lo que necesitamos para empezar a escribir. Sus edificios emblemáticos esconden detalles que solo conoce quien se decide a desvelarlos en su trabajo. Tal es el caso de la Plaza del Rey, lugar de los primeros pasos, atropellados e inseguros de quienes peinamos canas hace tiempo. Sobre sus losetas, las niñas saltábamos las casillas del tocadé y los niños daban patadas a una pelota que más de una vez acabó entre las ramas de los árboles, recuperada a palos con el de la escoba del Café 44 y a escondidas de Mainé, el jardinero municipal.

La Plaza del Rey es la presentación del Ayuntamiento, la apertura del edificio que la ennoblece flanqueado por dos calles inclinadas, si bien a una de ellas se la conoce como Cuestecilla de la Cárcel, por encontrarse en esta el ventanuco de ventilación de los calabozos del edificio. Su denominación oficial, Hermanos Laulhé, se encuentra en una placa de mármol que recoge la tragedia familiar, sin embargo a los isleños nos parece que el nombre se le extravía en el punto justo donde comienza la inclinación, por donde el agua de la lluvia corre hacia abajo jugando con el viento de levante que va al contrario. Esta cuestecilla se alimentó del trasiego matinal, de los pasos tranquilos de los hombres y los apresurados de las mujeres que iban a comprar al mercado de abastos. Calle que fue testigo de la evolución del canasto al capazo, de la bolsa de tela a la chivata y de las bolsas de plástico al carrito, un macuto sofisticado muy cool. Calle sobre la que cayeron algunos cuerpos y pellizas de los caballeros mientras cortejaban a las damas. Calle que embobaba a una niña que desde un tercer piso imaginaba recorrerla igual que un pájaro escapado de las copas de los árboles. Los tenía a sus pies, por eso le gustaba tanto la casa de sus abuelos, porque vivían en la corona de la Plaza del Rey. Así llamaba al balcón, interminable desde su perspectiva y sin macetas, con una tabla larga y estrecha ennegrecida por los años, unida a otras por un alambre, un parapeto para defender la intimidad de las mujeres de la familia. A la niña le gustaba sentarse sobre las corvas y enganchar las manos en aquellas tablas, dejando un hueco para la barbilla. Una postura rara y difícil que le encantaba, porque percibía el olor seco, áspero y ligeramente amargo del tiempo. Desde allí veía a la gente subir y bajar aquella calle por la que volaban en orden los olores de los churros, el café, las frutas, las verduras, la carne y el pescado, los olores de la mañana. Calle por la que resbalaba la tarde silenciosa, azuleada por la siesta. Calle que aparece cuando mi memoria  empieza a destejer, porque apenas había cumplido los dos años.

La Cuestecilla y la Plaza del Rey guardan parte de nuestra historia, de nuestro patrimonio, el armazón al que se enganchan los años al pasar por una ciudad. El tiempo la acaricia, la hiere, la deforma y la descubre de nuevo con ayuda del hombre. Su implicación es fundamental para interpretar el pasado y construir nuestro presente mientras nos adentramos en el futuro. Si podemos verlo y tocarlo es nuestra obligación conservar estas losetas sobre las que se paseó la vida, los muros que la guardaron. Es lo nuestro, lo que contarán nuestros recuerdos.

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