La barbería de ‘Jezule’

9 noviembre, 2017

por Juan Rafael Mena Coello

Ldo. en Filología Hispánica, profesor y escritor

Un lazo de fragancia —el agua de colonia para el cuello y la barba— se percibe a diario cuando se pasa cerca de la puerta. Unas voces que discuten de fútbol o de toros, o ríen disparando sus dardos de risa hacia la calle.

Si se mira hacia dentro, qué postín de carteles con testa de miúra, los nombres de tronío, las tardes memorables en El Puerto, en Sevilla, que enriquecen el fausto de la larga memoria. Un espejo gigante de apaisado reposo en el que glosa, y alude con palabras, que son claves, el hambre, calmada a duras penas con el pan con manteca, los honrados remiendos, los chapuces, la dita y la fía en la tienda; y en seguida, lo mismo que un flash inevitable, la alusión a los años que le queden al viejo (que así se le llamaba popularmente a Franco allá por los cincuenta y entrados los sesenta) en la cumbre señera de su largo mandato; y, de pronto, Jezule, con jindama hacia el tema, desvía la atención y mirando a la calle —navaja o maquinilla con destreza en la mano—, silba con picardía pretextual a una moza que pasa por la calle con fino contoneo.

Como me pelaba desde siempre, yo me permitía repetidas familiaridades en las idas y venidas por la barbería. Me atraía como un impulso de vicio gustoso el hojear los periódicos que se amontonaban en los asientos vacíos. Jezule, a regañadientes —»¡Este niño, este niño!»—, me dejaba hurgar en ellos y abrirlos de par en par husmeando con la mirada entre miope y curiosa; mientras tanto, mis oídos, como un cinta involuntaria, recogían retazos de conversaciones circunstanciales sobre tímidos tientos políticos, fragmentados por un humor casi impersonal y colectivo; sobre toros, con entusiasmadas evocaciones de Rafael Ortega y su maestría a la hora de matar, y sobre diversos asuntos entrecortados con chascarrillos y risas gruesas. A mí no se me ocurría ir para este menester los sábados, porque los sábados eran días agotadores y Jezule precisaba de un ayudante llamado Manolo. Por aquellos tiempos, un amigo del barrio, Javier, acudía silencioso y aplicado como aprendiz bajo la férula, a veces nerviosa, de Jezule.

Cuando en una de esas tardes interminables de la siesta, manteadas por los levantes que subían por la calle Mendizábal, el niño, que amamantaba su ocio con la lectura, no quería exasperar a Jezule, se sentaba en el escalón de la tienda, a resguardo del sol, que encendía con cegadores destellos el callejón de Chaves y la Salía de la Isla, en esa soledad de las cuatro, las cinco, con el guardia dando largos paseos por el borde de la carretera, y el carrillo de los Helados Picó, lento y de frágil maderamen, que ya viene por Las Monjas. El niño, recalcitrante, vuelve a la barbería, pero se queda en el quicio; en el mismo quicio donde por la mañana se ha dejado caer en espera de que el Diario de Cádiz se quede libre, mientras oye las ocurrencias de Luis Pecci, el jubilado de la Constructora que vive en el patio de la Carnicería, poniendo colofón a las migajas de comentarios sobre la victoriosa ofensiva de Fidel Castro en Sierra Maestra, y con voz teatral perora con énfasis y no exento de broma, como para impresionar a los contertulios:

—»¡Como venga el tío de las barbas, como venga el tío de las barbas!…

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