Entrevista al escultor Gabriel Borrás durante sus trabajos en el Panteón de Marinos Ilustres en 1925

28 marzo, 2017

por Diego Berraquero Miril en Heraldo de San Fernando [12/11/1925]

localizado y transcrito por Alejandro Díaz Pinto [28/03/2017]

UNAS HORAS DE CHARLA CON EL ESCULTOR GABRIEL BORRÁS

   Conocí a don Gabriel Borrás en aquellos días inolvidables para los que de cerca lo vivimos en que San Fernando, la «ciudad de la luz», guardó avara entre sus murallas de blanca sal, para rendirle un ferviente homenaje, a un anciano de ojos azules y barba blanca que se llama Armando Palacio Valdés.

   Fue en el pintoresco balneario «La Barrosa», que por un lado se mira presuntuoso en el mar y por otro se emborracha con el sano aliento de unos pinares…

   El ex diputado a Cortes don Juan Bautista Lazaga y Patero ofrecía aquel día a nuestros ilustres huéspedes —Armando Palacio Valdés, José Franco Rodríguez, Francisco Serrano Anguita (Tartarín) y Eduardo Palacio Valdés— un almuerzo, durante el cual, como complemento de un suculento «menú», respiramos a plenos pulmones…

   El soplo de un furioso y frío levante nos había obligado a los excursionistas a buscar el dulce cobijo del amplio «hall». Allí, saboreando unas copas de rico Jerez, aguardamos la hora del yantar. Entonces conocí al escultor Gabriel Borrás, paisano de Mariano Benlliure y hermano suyo por su arte. Fui presentado a él por el maestro Franco Rodríguez.

   Pasaron aquellos días inolvidables en que mi alma, saturada de juventud e ideal, aleteó gozosa, y en que mi cuerpo sufrió el cansancio de un excesivo pero amado trabajo de redacción. Por aquel entonces, Gabriel Borrás se encontraba en San Fernando colocando un mausoleo, hecho en su estudio de Madrid y dedicado al heroico Cervera, en el Panteón de Marinos Ilustres. Después, me sorprendió el regreso de Borrás a Madrid.

   Ha pasado más de un año, y he aquí que nuevamente he tenido ocasión de estrechar la mano del ilustre escultor valenciano. Por cierto que para ello hubo una segunda presentación. Al ser hecha, ambos nos miramos curiosos, brotando de nuestras bocas la misma frase:

   —¡Pero si nosotros nos conocemos!

   Y después, juntos, recordamos aquellos días inolvidables en que si no lució el sol en el cielo, lució en los ojos agarenos de una bellísima Reina y de su Corte de Amor.

***

   Siempre tiene algo de originalidad y encanto el sorprender al artista en pleno trabajo, en esos instantes en que el alma vuela para encarnar en el fruto de la inspiración. Y nosotros, mi fraternal camarada Fausto de las Cuevas y yo, sorprendimos a Gabriel Borrás ante su última obra, allá en el Panteón de Marinos Ilustres, templo de pasadas glorias, donde descansan las cenizas de tantos héroes que pasearon por los mares, en victoriosa ruta, la bandera roja y gualda que un día ondeó en todas las latitudes.

   Sonriente, el ilustre artista sale a nuestro encuentro estrechando nuestra mano con la jovialidad que lo caracteriza. Después, nos lleva hasta el mausoleo que la Marina dedica a don Víctor María Concas. La admiración, asomando inquieta a nuestros ojos, hace que la boca de Borrás, semioculta entre los pelos negros de su barba, se dilate en una sonrisa de íntima satisfacción.

   Hay un silencio. Hemos sacado el lápiz y las blancas cuartillas, mientras los obreros que trabajan en el mausoleo se han apartado para que podamos contemplarlo mejor. Lo forman dos figuras griegas de mármol, de 2’05 metros de altura. Una representa a Minerva con sus atributos y otra a la Marina, con su casco sobre el que se ven unos delfines y unas nereidas; en el pecho, luce la carabela de Colón. Las dos figuras, verdaderamente bellas dentro de su severidad, forman el marco maravilloso de una linda capillita, en la que se cruzan dos palmas, al parecer brotadas de un cincel mágico… Dentro de esta capillita va una urna de bronce, sostenida por tres angelitos. Encima luce la Cruz de Sufrimiento por la Patria. Las arras figuran unos caballitos de mar.

Mausoleo de Víctor María Concas.

Mausoleo de Víctor María Concas.

   En la parte superior del mausoleo se lee: «D. Víctor Mª de Concas».

   Bajo la urna va la siguiente inscripción:

La Marina dedica este Monumento

a conmemorar sus virtudes

de marino ilustre, soldado valeroso,

inteligencia preclara

y patriotismo ejemplar.

12 Nvbre. 1845,     ✞ 25 Sep. 1916.

R. I. P.

   En la urna, envuelta por una corona de yedra yedra, representando a la Historia, se lee esta otra inscripción:

Vicealmirante

Ministro de la Marina

Senador del Reino

Consejero de Estado

Académico

***

   Mudos, nos hemos vuelto hacia don Gabriel Borrás, estrechando con admiración su mano.

   Él, sonríe, mientras sus ojos de mirar profundo, brillan, brillan,…

   —Tiene usted encargo de hacer algún otro mausoleo?—le preguntamos después de un silencio.

   Y nos responde:

   —El de Antequera, que construyo actualmente en mi estudio de Madrid.

   Y nos conduce del brazo hasta el lugar señalado para colocar dicho mausoleo.

   —¿Será?—indagamos.

   —También de mármol—nos dice—Llevará un mundo de grandes dimensiones, y abarcándolo, «La Numancia» con la que Antequera dio la primera vuelta al mundo. Una cinta de roble indicando fortaleza, entrelazada con laurel significando lazos de unión, pasa por todos los puntos donde el buque hizo escala. Esta parte principal del mausoleo descansará sobre cuatro bajos relieves de mármol de Italia; uno de ellos representará la batalla del Callao, en el momento de caer herido Méndez Núñez en brazos de Antequera; en otro he copiado al «Pelayo» en construcción; los otros dos representan, respectivamente un episodio de los cantonales de Cartagena y la «Villa de Bilbao» corriendo un temporal. En lugar preferente figura el escudo de Conde de Santa Pola concedido al hijo de Antequera en memoria de éste.

   —¿Y de la construcción del monumento en memoria de los soldados y clases muertos en la guerra colonial?

   —Lo tengo ya modelado en Madrid y se está pasando ahora a materia definitiva. Será colocado muy pronto en el centro de la nave principal del Panteón. En esta obra he puesto toda mi inspiración y cariño. Mide cuatro metros de altura.

   —¿Y representará?

   —Al Ángel de la Fe, en bronce, con la mano diestra puesta sobre el pecho y levantando con la otra la bandera nacional, que cubre a medias a un soldado y una clase, de mármol blanco… Este grupo descansará sobre un pedestal de mármol negro de Bélgica.

Monumento en memoria de los soldados y clases muertos en la guerra colonial.

Monumento en memoria de los soldados y clases muertos en la guerra colonial.

   Hacemos un silencio, aprovechado para encender unos cigarrillos. Nos dirigimos después hacia el magnífico mausoleo de Cervera, construido en dos épocas por el señor Borrás. (El «ABC», en uno de sus números extraordinarios, publicó hace poco este mausoleo).

   Nuestra vista curiosa ha ido a descubrir algo maravilloso. Borrás nos indica:

   —Es el mausoleo de don Joaquín Bustamante.

   —Conforme; pero hay en él algo que nos admira, que nos subyuga; algo que nos atrae…

   Y el ilustre artista ha adivinado.

   —¿Es ese ángel de bronce lo que os llama la atención?—nos pregunta.

   Asentimos. Ya nos hemos acercado al mausoleo. En él se alza, en bronce, el busto del ilustre marino. Pero lo que nos admira es este ángel, también de bronce, magnífico, que parece venir volando hasta posarse levemente para colocar sobre la cabeza de don Joaquín Bustamante una corona de laurel… Nos fijamos y vemos con gran admiración que el ángel solo toca con un pliegue de su túnica al mausoleo.

   —¿Cómo ha logrado usted que ese ángel se sostenga de ese modo?—indagamos volviéndonos hacia el artista.

   Sonríe Borrás y responde:

   —Muy sencillamente. El misterio estriba en dos cosas: en el equilibrio y en algo interno que toca un pliegue de la túnica del ángel… Precisamente, por tratarse de algo divino, quise que tuviera el menor contacto con las cosas materiales…

Mausoleo de Joaquín Bustamante y Quevedo.

Mausoleo de Joaquín Bustamante y Quevedo.

   Hay una pausa. El reloj de la Escuela Naval ha dado lento cinco campanadas que suenan solemnes dentro de este Panteón donde duermen tantos héroes. Hemos encendido otro cigarro.

***

   —¿Qué edad tiene usted, amigo Borrás?—preguntamos, conscientes de la indiscreción.

   —Tengo cuarenta y cinco años.

   —¿Algo de su vida?

   —Mucho.

   —Venga.

   —Nací en Valencia. Mi padre es pintor, profesor de aquella Escuela de S. Carlos y restaurador de los frescos de Matarana existentes en la Iglesia llamada Colegio del Patriarca. Siendo aún pequeño, mi padre me llevó a su estudio en compañía de mi hermano, para que le ayudásemos. Tan bien cumplí mi cometido que me quisieron dedicar a la pintura. Sin embargo, la pintura no me atraía. Todos los días me iba a orillas del Turia cogiendo barro, me llevaba horas y horas modelando figurillas que luego se rifaban mis amigos. Mi padre, entonces, me matriculó en la Escuela de San Carlos, en las clases de modelado y composición, obteniendo en ella varios premios. Después, mi padre satisfecho porque a mi hermano le habían premiado un cuadro, nos mandó a Madrid para que visitásemos los museos y exposiciones. Y me gustó tanto la corte que, al regresar a Valencia, pedí permiso a mi progenitor para volver a ella, siéndome negada la petición. Poco después, un amigo y admirador me encargó el busto de su novia, dándome por él una buena cantidad de pesetas con las que levanté el vuelo, posándome en Madrid.

   Se detiene el ilustre artista como recogiendo sus recuerdos, para continuar después;

   —Tuve suerte. En 1900 fui pensionado para asistir a la Exposición de París. Ya había obtenido dos segundas medallas con mis obras «Aquiles moribundo» y un busto del abogado don Emilio Bozzo. Visité, después toda Italia. Al regresar instalé en Barcelona mi estudio, donde hice «Las tentaciones de San Antonio» que alcanzó segunda medalla y que actualmente figura en el Museo de Arte Moderno. Con un busto del pintor Rosales obtuve una segunda medalla y en Buenos Aires una primera. Poco después, en una exposición de Granada alcancé otra segunda y un premio de honor en Almería.

   Nuevamente el ilustre escultor valenciano, honra de España, se detiene en su charla.

   —¿Para qué cansaros con un relato minucioso, mis queridos amigos?—nos dice—Voy a abreviar: He hecho el monumento a Solís Ávila en Canarias; un grupo escultórico, «El más puro amor», presentado en la Exposición de Madrid, siendo nombrado Comendador de número de la Orden de Alfonso XII. Por ese tiempo, marché a Londres, llamado para hacer bustos de generales y oficiales muertos en la gran guerra. Antes, estuve de profesor en Toledo, siéndome concedida la Cruz blanca del Mérito Militar. Ya, en 1911, había ido a Buenos Aires, en unión de la Infanta Isabel, formando parte de la Comisión Española de Artes e Industrias. Durante la travesía hice un busto a la Infanta y una placa conmemorativa de los comisionados que actualmente guarda S. A. en su Palacio. Estando en Buenos Aires recibí orden de quedarme presidiendo la Exposición de Bellas Artes, haciendo varias obras, entre ellas, un busto del subdirector de la prensa don Manuel Rezabal. Al regresar a España, en 1913, cansado de mi «vida bohemia de frac», me casé. En compañía de mi esposa, que posee un temperamento de artista, recorrí de nuevo Italia, después Suiza. Más adelante hice dos monumentos: el de don Manuel de la Cortina, del Colegio de Abogados de Madrid, y el del poeta Llorente en Valencia…

   —¿Su obra preferida?—interrogamos.

   —A la que tengo más cariño es a «Las tentaciones de San Antonio».

   —¿Y su obra más importante?

   —El monumento que figura en la Plaza de la Virgen Blanca de Vitoria, conmemorando la batalla del mismo nombre… Mide 20 metros de alto y 8 de ancho.

   Se ha detenido el artista valenciano.

   —Perdonad, un momento—nos dice.

   Se acerca a los obreros y los autoriza a marcharse.

   —¿Damos un paseo?—nos pregunta después.

   Aceptamos. Salimos. Va muriendo la tarde. Gabriel Borrás nos encanta con la amenidad de su charla…

   En las «Delicias del Pasaje» tomamos asiento ante una mesa, bajo el techo de verdura que forman unos árboles. Saboreamos unas copas de manzanilla y damos fin a unas raciones de ricas almejas «a la marinera».

   Se reanuda el interrogatorio.

   —¿Qué opinión tiene usted de la escultura española?—le preguntamos.

   Sonríe y exclama:

   —¡Hombre, no debo hablar!…

   —¿Y de la francesa?

   —Voy a decir muy poco. Hubo un Rodin que hizo la estatua de San Juan y la de «La Edad de Piedra» que figuran en el Museo de Luxemburgo. Después, hizo la estatua de Balzac, que solo a Rodin se le permite por haber hecho las anteriores. Hoy, desgraciadamente, los noveles copian al último Rodin…

   —¿Qué nos dice usted de San Fernando?

   —Que las flores que faltan en sus plazas andan sueltas a las 7 de la tarde por la calle Real… He visto en San Fernando con disgusto que se acostumbra a blanquear las portadas de piedras, quitándoles con ello toda su belleza artística.

   —¿Qué le parece la Iglesia Mayor?

   —Que me gustaba más antes de la reforma hecha.

   Se ha hecho de noche. Silva una locomotora y como a su conjuro, nos hemos puesto de pies y caminamos, escuchando el sabio hablar de arte de Gabriel Borrás, que, después en «La Mallorquina» nos hace el honor de presentarnos a su señora.

   Continúa la charla. Próximamente a las ocho nos despedimos de Gabriel Borrás, el gran artista valenciano que posee unas manos mágicas que hacen brotar del mármol figuras a las que solo falta el alma para tener vida.

Diego Berraquero Miril.

San Fernando y Noviembre 1925.

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