‘Doña Juanita y el amor’

14 febrero, 2016

por María del Carmen Orcero Domínguez

El amor se topó con Doña Juanita una tarde soleada en que ella iniciaba su paseo habitual. Y sólo le hizo falta mirarla para decirse a sí mismo que aquel día, esa mujer menuda tenía que ser por fin su elegida.

La observó durante un rato y la persiguió por la calle principal, mientras ella caminaba de forma insegura prestando atención a los saludos y a las sonrisas. Se emocionó con su elegancia discreta, con el olor a flores recién cortadas que emanaban de su pelo; y tuvo la certeza, observándola, de que ella llevaba ya demasiado tiempo esperándolo.

Al amor le produjo tanta ternura su figura algo vencida y su andar vacilante que aquel diablillo travieso movió la cabeza con rabia, y volvió a convencerse a sí mismo con la vieja excusa conocida de que ya no daba abasto.

Después de esa primera impresión de trabajo incumplido, que se quitó de la cabeza exhalando un suspiro, volvió a su quehacer cotidiano con la resignación con la que reanudamos los lunes, y se dedicó a la compleja tarea de cambiarle a Juanita la vida.

“Esto ya es demasiado”, pensaba como siempre, relatando y convenciéndose de nuevo de que debería exigir sus derechos. “Yo solo no puedo con todo”, se dijo con aire abatido mientras respiraba profundo, estirando sus manos y acumulando la energía necesaria para lograr el hechizo.

Ladeó la cabeza con el movimiento lento y circular que hacía desde pequeño cuando intentaba concentrarse; entrecerró los ojos; pronunció unas palabras antiguas que sonaban de forma enigmática, y apuntó directamente al corazón de Doña Juanita, asomándose a su mirada como a la orilla mansa de un lago, perdiéndose en su sonrisa sincera y en aquellos ademanes bañados en ternura.

Primero empezó con la alteración de las pulsaciones. Eso sí, no mucho, sin exagerar, adecuando con extremo cuidado la dosis para no molestar el corazón de la anciana. Después añadió una pequeña pizquita de sonrisa tonta, un leve toque de timidez parecida a la de la adolescencia, e incluso una suave insinuación de rubor en las mejillas.

Volvió a abrir los ojos, sintió el chasquear del poder de la magia y se fijó atentamente en Juanita. Estudió con detenimiento su semblante espiando su próximo movimiento, asegurándose de haber usado la pócima mágica de manera justa, con el equilibrio de la ilusión de la adolescencia y la serenidad del decoro.

Para terminar, antes de dar el último toque de prestidigitación con arco iris de colores y lluvia de estrellas, se acercó despacito a la mujer que paseaba ensimismada, y le susurró un nombre que a ella le entró por los oídos y se le instaló en el alma.

Aquella tarde, sin saber todavía por qué, Doña Juanita, que no pudo ver al amor alejarse de ella con los ojos llorosos, notó que en el paseo no encontró la tranquilidad de sus tardes solitarias. Había algo que no le dejaba respirar aquel aire que no parecía el mismo. Un gesto galante, un porte distinguido, una sabiduría vieja y una complicidad compartida. Todo le traía el recuerdo de un nombre, de una cara, de un hombre.

Se sentó en uno de los bancos del paseo y quiso saborear aquella sensación que hacía tanto tiempo que no tenía. Cerró los ojos despacio, dejándose inundar por la luz del sol. Lo observó venir desde el final de los párpados, instalándose en su cabeza pero también en un lugar del corazón. Vio su figura todavía majestuosa a pesar de los años. Paladeó su nombre y abrió la boca atreviéndose por primera vez a nombrarlo. Sintió un desconcertante escalofrío recorrerle la piel, y dejó que una sonrisa traviesa se le instalara en los labios.

“Vaya por Dios”, pensó Doña Juanita para sí. “¿Pues no parece que me he enamorado?”

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