Carnaval y tristeza

2 marzo, 2017

José Antonio Alcedo Rubio

Miguel de Unamuno, en su obra Del sentimiento trágico de la vida, afirma que la diferencia esencial entre el hombre y los animales no consiste en la racionalidad en sí, sino en la capacidad humana de sufrir dolor conscientemente. Es lo que Xavier Zubiri denominará «desfondamiento»: el hombre alcanza un nivel cultural tal que le hace ver su propia insignificancia, y esta circunstancia le causa tristeza.

En este contexto es donde hay que situar al hecho festivo, y por extensión, al Carnaval. En primer lugar en el momento previo a ese desfondamiento, que es cuando surge la fiesta como modo de aplacar a los dioses —es decir, por temor—; y, posteriormente, tras ese declive existencial, cuando el hombre comienza a olvidar lo divino y se da cuenta que la única realidad que le rodea es la muerte. El hombre estrictamente racional, en lugar de convertirse en el «superhombre» que postulaba Nietzsche queda convertido en algo insignificante, ante la superioridad ineludible de su inevitable temporalidad.

Poco o nada apreciamos de esto en las fiestas que disfrutamos en la actualidad, pero no por ello deja de estar presente el rito que dio origen a nuestros festejos, basado en el temor y la tristeza, en la dualidad Carnaval-Cuaresma, heredera directa de la lucha entre Apolo y Dionisos y en la que, como un ciclo eterno, la Cuaresma vence siempre y nos regresa a la triste realidad.

Como afirma el sociólogo Antonio Limón, «el decir o manifestar durante unos días al año, aunque sea de esa forma pactada, lo que uno desearía estar diciendo o manifestando todo el año, más que un desfogue o satisfacción conduce a la insatisfacción, y en último extremo, a la desesperación o al conformismo».

Lo contrario sería pretender que el hombre es feliz por naturaleza, y que forma parte de su biología el plantearse ritos y fiestas sin más interés que el de divertirse, sin pretender ninguna otra finalidad. Es realmente difícil mantener con rotundidad esta afirmación. Si hay algo que el hombre no ha conseguido nunca, con camisa o sin camisa, ha sido ser feliz. Y no hablo aquí de la felicidad de un hombre concreto que disfruta de un breve instante de alegría, sino de la felicidad de la especie, de una felicidad de la comunidad que, como pensaba Aristóteles, no era sino la suma de todas las felicidades individuales de los ciudadanos.

Así explica el filósofo de Estagira, en su Ética a Nicómaco, la búsqueda de la felicidad: «Todo arte y toda investigación, igual que toda acción y toda liberación consciente tienden, al parecer, hacia algún bien. Por esto mismo se ha definido con razón el bien como aquello a lo que tienden todas las cosas. Al menos por lo que se refiere a su nombre, se da un consentimiento general: este bien es la felicidad».

Sería oportuno mencionar el hecho de que también la tradición judeo-cristiana recoge esta ausencia de felicidad, y la vincula al famoso y, tras miles de años aún no redimido, pecado original, y a la famosa maldición «parirás a tus hijos con dolor, ganarás el pan con el sudor de tu frente».

Así, manteniendo estas premisas, podemos afirmar que lo natural en el hombre no es la alegría, la fiesta, sino precisamente la búsqueda de la alegría, de la felicidad. Por ello Aristóteles la sitúa como el fin al que tienden los hombres por su propia naturaleza. Y si estamos buscando la felicidad, es evidente que no somos felices.

Sentido y justificación de las fiestas

A primera vista, podemos darnos cuenta de que el sentido de algo es aquello que se responde con la pregunta «¿para qué?», y la justificación  se nos plantea como un «¿por qué?».

Analizaré en primer lugar el sentido de las fiestas, «para qué» sirven las fiestas.

Como ya comenté anteriormente, el hombre, desde sus orígenes, ha sido consciente de su temporalidad. Para huir de tan terrible conocimiento surge el concepto de «dios». Como dice Nietzsche: «el hombre creó a dios a su imagen y semejanza».

Agustín de Hipona, en La ciudad de dios, relata así la creación del mundo en manos de la divinidad: «Por eso, como las Sagradas Letras, que gozan de máxima veracidad, dicen que en el principio hizo dios el cielo y la tierra, dando a entender que antes no hizo nada, pues si hubiera hecho algo antes de lo que hizo, diría que en el principio habría hecho eso; el mundo no fue hecho en el tiempo, sino con el tiempo».

Hesíodo, en su obra Los trabajos y los días, ochocientos años antes del nacimiento de nuestra era, mostraba así el origen de todas las cosas: «En el comienzo, los inmortales que tienen sus hogares en el Olimpo crearon la dorada generación del pueblo mortal».

A partir de ese momento se evita el desfondamiento del que hablaba Zubiri: en un instante indeterminado, sin esperarlo, el hombre se siente mal al sentirse temporal. Y crea un mundo alternativo, un «más allá», donde la vida es eterna y que está regido por un ser todopoderoso que decide, individualmente, nuestro destino. En ese momento nace nuestra dependencia respecto a dios, y una constante necesidad de alabarle y aplacar su ira.

Así surgen la fiestas, de la mano de la religión. Basta observar todos los festejos que celebramos en la actualidad para darnos cuenta de que todas tienen algo que ver con el fenómeno religioso.

Pero llega un momento en el que ese mismo hombre que crea una divinidad, que la distrae y la contenta con ritos y festejos —algunos sangrientos e inhumanos— termina creyendo que esa entidad superior tiene una existencia independiente de él, una vida propia y excelente, y termina, en un extraño devenir del destino, por asegurar que él, el ser humano, es el «creata» y dios el «creator». El hombre, de esta manera, se aísla de su vida cotidiana y la vincula directamente con la trascendencia. En palabras de Carlos Marx, se aliena, se deshumaniza. Pero su existencia es cómoda, fácil. Ahora tiene alguien a quien adorar, a quien culpar de sus desgracias o al que agradecer sus parabienes. La muerte, la tristeza, el desfondamiento, pasa a un segundo plano.

En un primer estadio histórico, las fiestas se realizan para calmar a esa divinidad y pedirle ayuda o clemencia. Esto sucede en la etapa histórica en la que todo lo desconocido se achaca a ese dios, y se le pide su intersección ante los fenómenos meteorológicos o las continuas sorpresas que ofrece la naturaleza.

Una vez que la ciencia va restando parcelas de poder a la divinidad, el poder y la influencia de dios se va limitando a una promesa de una vida mejor tras la muerte, y las fiestas se tornan en gloria y exaltación, con la única idea de favorecer el tránsito a la vida eterna.

En esta etapa de la fiesta como celebración, y tras la llegada de la era cristiana, es donde se halla el origen de nuestras fiestas actuales. Surge la Natividad, la Cuaresma y otros cultos festivos a santos y patronos. Y, no por casualidad, las fechas de celebración de estos actos son las mismas de las épocas anteriores, que además coincidían con  determinados ciclos de la naturaleza —solsticios y equinoccios— y con la llegada de las cosechas —fiestas de la fertilidad—. Es en estos momentos cuando alcanza el Carnaval su verdadero apogeo, pues surge frente a la severidad de los preceptos y las penitencias de la cuaresma.

Con el paso del tiempo y con la continua desacralización de las sociedades, parece como si el dios que se creó en unas determinadas circunstancias se va volviendo cada vez menos necesario, y da la impresión de que el hombre comienza a recordar que fue él quien creó a ese dios y no a la inversa. El hombre se siente centro del universo y demiurgo de su propia existencia. Es en esta etapa de desalienación cuando el hombre debiera crecer sobre sí mismo y celebrar las fiestas porque sí, sin ninguna otra justificación que la felicidad por fin hallada.

Pero esta libertad, esta independencia del hombre respecto a dios, no sólo no le proporciona la anhelada alegría, sino que le regresa al mismo problema existencial que sufría antes de inventar a los dioses. Seguramente no estaba preparado para abandonarles. Quizás el hombre se desprendió de dios demasiado pronto, antes de su completa realización como ser humano.

Aquí es donde surge lo que el profesor Luis Cencillo denomina «noción de apertura» del  hombre. El ser humano, a través de la cultura, se abre al exterior, y lo que observa le provoca una caída, un «desfondamiento», que le lleva a la tristeza. El hombre recuerda épocas pasadas, en las que dios era el responsable de todo lo bueno y todo lo malo que le acaecía, y ahora se encuentra desamparado y, como decía Unamuno, aunque no tiene «creencia», sí que tiene «querencia» de dios. Necesita un dios para vivir.

Una vez descrito el sentido de las fiestas, su «para qué», analizaremos ahora su justificación, su «porqué».

Observamos que en las épocas históricas que nos han precedido el sentido y la justificación de las fiestas han ido siempre unidos, y ambos se orientaban a la divinidad, bien para complacerla, bien para glorificarla. Pero hoy, en pleno siglo XXI, nos encontramos con unas fiestas ya establecidas, y con otras que surgen con el paso de los años y se convierten rápidamente en «clásicas», y llega el momento de preguntarnos por la causa de que se hayan mantenido esos festejos hasta nuestros días, y cuál es el motivo de que los acojamos con tanto interés.

Las fiestas que disfrutamos y organizamos en la actualidad son la pervivencia, disfrazada, de las antiguas celebraciones. Y han llegado a nuestros días por dos motivos: en primer lugar porque a los órganos de poder de las sociedades les convenía mantenerlas, y en segundo lugar porque la ciudadanía, y a los hechos me remito, siempre ha aceptado de buena gana tanto la fiesta como el hecho de ser orientados por el Estado. No olvidemos el castizo: «Vivan las caenas».

En este mismo sentido se pronunció el sociólogo Antonio Limón en su conferencia inaugural del III Seminario del Carnaval de Cádiz: «Mucho de esto hay hoy en el panorama de los carnavales españoles. No parece muy buen síntoma que tales fiestas sean jaleadas por las administraciones públicas y otras instancias encargadas de perpetuar el orden social. Ojalá mi apreciación sea falsa y no acaben convirtiéndose nuestros carnavales, por usar palabras de don Julio Caro en fiestas políticas y concejiles, jerarquizadas, que no dejan pie ni a la fantasía ni a la libertad».

Si analizamos conjuntamente el sentido y la justificación de las fiestas me atrevo a afirmar que en la actualidad las celebramos del mismo modo que hacían nuestros ancestros en la Edad del Bronce, en la Grecia Clásica, en los aldeas medievales o en la América precolombina: por miedo o por tristeza. El devenir de la historia nos ha ido despojando de los temores, creando dioses y demiurgos. Y este hecho nos ha hecho más valientes, al sentirnos apoyados por seres superiores. Pero también la propia historia nos ha ido desnudando de los dioses, y nos ha dejado solos frente a un miedo terrible, del que creíamos que ya estábamos inmunizados: el miedo a la muerte, y eso trae consigo la posterior  tristeza que ese terror nos provoca.

La búsqueda de la felicidad, el fin último para Aristóteles, se nos muestra como una misión imposible para los humanos. El hombre, despojado de dioses, no encuentra sino muerte a su alrededor. Los medios de comunicación nos acercan las desgracias de todo el mundo en el mismo momento en el que suceden, el horror está ahora más presente en nuestras vidas que en cualquier otra época histórica precedente, y el miedo que eso nos produce sólo se disimula a través de la cultura, buscando distracciones de cualquier tipo y, sobre todo, fiestas.

Lo inexorable de la muerte, su llegar sin avisar, y la indefensión del hombre tras una progresiva secularización de la sociedad se convierten en la verdadera justificación de la fiesta, como único medio de alejar esa oscura realidad que nos rodea y que no es sino la más absoluta de las tristezas.

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