Calle Alsedo

24 enero, 2017

por Eduardo Formanti Llorens / Fotografía: Ignacio Escuín

                 Aquel día buscábamos la casa natal de Camarón y nos equivocamos de calle. Empecinados en lo imposible, descendimos la cuesta de aquella calle desconocida caminando en silencio sin pisar las aceras para evitar los cierros que las orillaban, mirando las flores de todos los balcones que se arracimaban a nuestro paso. Yo avanzaba ensimismada, cogida del brazo de Miguel, blandeando mi bolso al aire cual cesta de mimbre cuajada de prebendas de vida, leyendo los números de los portales, buscando alguna placa que nos indicara el objeto de nuestra búsqueda.

                Fue entonces cuando en mitad de la cuesta nos topamos con aquel hombre de mediana edad que caminaba en silencio bajo un sombrero verde de ala holgada, con una cámara en una mano y en la otra un anorak rojo prensado contra su pecho. Recuerdo que nuestras miradas se cruzaron por un instante, para luego perderse bajo la rutinaria cotidianidad. Quizás sea cierto que ese día llegué a intuir su presencia a nuestra espalda y que incluso pude llegar a oír el giro de sus talones y el clic de su cámara, fotografiándonos mientras descendíamos por aquella cuesta; es tan mágica la remembranza que encierro de aquel momento que en mi corazón y en mi mente todo se enreda trocándolo en Literatura. Porque fue precisamente aquel día y al final de aquella calle, frente a los esteros, el día que Miguel, mirándome a los ojos, me juró que ya no seguiríamos huyendo más de nosotros mismos, que aquella ciudad rodeada de mar y de sal a la que acabábamos de llegar, sería nuestra morada definitiva.

                Me acuerdo con absoluta nitidez que tras aquella revelación subimos cogidos de la mano por aquella misma calle, mirando a través de nuestros corazones, como se reflejaba la plenitud de nuestro amor en los cristales de los cierros. Ascendíamos en silencio, impregnándonos de la luz que se derramaba por las paredes preñadas de cal y de Historia,  hasta que al final de la misma,  justo debajo de un rótulo azul donde en letras blancas podía leerse calle Alsedo, nos topamos con el mismo hombre del sombrero con el que nos habíamos cruzado en nuestro descenso. Ahora, apoyado sobre la pared, aquel hombre de poblado bigote gris miraba su cámara, tal vez buscando la fotografía que yo había intuido que nos había lanzado segundos después de cruzarse en nuestro camino, quién sabe, lo cierto es que  justo cuando pasamos frente a él, dejó de mirar su cámara para observarnos un instante y dedicarnos una sonrisa ladeada repleta de bonhomía, quizás vislumbrando el aura de felicidad que nos envolvía.

                Aquel día en el que todo cambió en nuestras vidas, simplemente, buscábamos la casa natal de Camarón y nos equivocamos de calle.

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