Viaje al pasado salinero de Río Arillo

12 julio, 2017

por Alejandro Díaz Pinto

Ldo. en Periodismo y Máster en Patrimonio Histórico-Arqueológico

La familia del capataz encargado de la explotación durante gran parte del siglo XX, Salvador Ruiz, vuelve al lugar donde creció para compartir todos sus recuerdos.

Han pasado 30 años desde su familia la abandonó, pero Margari Ruiz y su hija, Virginia Martínez, transitan por la salina de Río Arillo como si no hubiese pasado el tiempo. Conocen la función de cada escancia, cada compartimento aunque allí solo permanece el eco de los recuerdos.

Son dos generaciones distintas, aunque sería difícil dilucidar cuál ha disfrutado más la vida entre las marismas. Margari nació allí en 1948, cuando su padre era el encargado de la salina, y allí permaneció hasta que se casó mudó con su marido al centro. No obstante volvían con asiduidad los domingos, en verano y en Navidad; más adelante acompañados de sus hijos María del Mar, Manuel Jesús y Virginia, que a principios de los años ochenta disfrutaban junto a sus abuelos cogiendo peces, cangrejos y camarones en el estero.

No es esto un estudio científico sobre las salinas sino la experiencia de una familia que formó parte de su historia hasta hace relativamente poco, pero que empezó a principios de siglo pues raro era el pariente de Margari que no se dedicara a esta actividad desde que pueda recordar: «Mis abuelos ya eran salineros», explica, «uno de mis tíos ejerció de capataz en el Sagrado Corazón y mi padre empezó en San Agustín antes de llegar a Río Arillo». Ésta última era, por aquel entonces, propiedad de la Sra. Pinillos y «además de tenerle el barco a punto para cuando venía a pasear por los caños, mi padre se encargaba de todo lo relacionado con la mercancía y los trabajadores, así como de hacer herramientas para nosotros y otras salinas». Herramientas como tablas, varas… o palas que «calentaba en un infiernillo para luego darles forma entre los hierros de las ventanas». Se llamaba Salvador Ruiz Rosales y Carmen Ruiz Vila, su mujer.

Margari, Virginia y Mireia; tres generaciones de una familia salinera. Al fondo, la que fue su casa.

Tres generaciones de una familia salinera. Al fondo, la que fue su casa.

Junto a ellos llegaban a reunirse hasta 80 trabajadores en verano entre hormiguillas —luego sustituidos por vagonetas—, cargadores, montoneros… además del encargado, Salvador, había un sota-capataz que gritaba el «¡Vámonos!» por las mañanas, cuando salía el sol. De aquella todo se hacía artesanalmente, claro, «con sandalias a base de cintas y muchos calcetines para evitar los 90º del agua».

La casa que aún puede observarse a la derecha del molino de Río Arillo no es la original, sino una posterior, de los años sesenta, cuando requisaron parte de los terrenos para ampliar la carretera hasta Cádiz. De ahí que no tenga almenas, pretiles ni ninguno de los elementos característicos de la arquitectura popular isleña. Margari sí conoció la anterior, «de una planta, con un patio que mi madre tenía lleno de macetas», recuerda con nostalgia. «Subíamos a la azotea para solear la ropa después de darle en el lebrillo y la aguantábamos con cuatro piedras hasta que se secaba».

A la izquierda se encuentra el molino, que ni siquiera Margari conoció funcionando pero donde «la mujer de mi hermano y yo nos colábamos con 12 años para hacer travesuras». Lo que un día sirvió para moler trigo se encontraba en este momento ocupado por dependencias administrativas como la ‘biblioteca’ —así conocían ellos la estancia donde se guardaba la documentación— y un almacén que albergó diversos usos a lo largo de los años. «Aquí se guardaba la sal ya empaquetada, alpacas de paja para los animales y utensilios de pesca», recuerda. De allí se embarcaba en el muelle de enfrente o era transportada en carro a los establecimientos de San Fernando. Más tarde se convirtió en una especie de taller del que aún quedan las rampas con un hueco en medio para facilitar el arreglo de los vehículos, incluso restos del lavadero donde el mecánico se enjuagaba las manos. Más al interior, junto a la antigua sala de molienda, existió la carpintería, que «aún funcionaba cuando yo era pequeña —indica Virginia— y donde ayudábamos a mi abuelo con las herramientas»; las mismas que posteriormente cargaban en un camión azul con el letrero ‘Tobares’. Al fondo, «el cuarto de Juan», donde nos mandaban cuando nos portábamos mal aunque, eso sí, «nunca llegamos a averiguar quién era ese tal Juan… no debía ser muy amigo de los niños», confiesa a carcajadas.

Margari Ruiz posa en el antiguo almacén destinado posteriormente a la reparación de vehículos.

Margari Ruiz posa en el almacén destinado posteriormente a la reparación de vehículos.

Todo el que haya visitado el molino de Río Arillo sabrá que tiene forma de ‘L’. Pues bien, en el recodo de dicha letra existió un gran corral con conejeras, gallinas y vacas, e incluso «una huerta donde cultivábamos todo tipo de hortalizas y una caseta de madera para los becerritos». Todo esto desapareció cuando los nuevos dueños, José y Antonio, delegados de la Unión Salinera que había adquirido ésta y otras salinas, así lo decidieron. José les caía mejor que Antonio, ya que éste último solía acudir de recreo con la familia, se hacían ‘dueños’ de la salina. «Era su sitio de recreo, mi padre capturaba los cangrejos y mi madre se los hervía», además, agrega Virginia, «ese día no podíamos pescar a nuestro aire… cuando venían don Juan, don Lorenzo o don Ángel nos lo tenían prohibido, así que poníamos una escoba al revés, detrás de la puerta, para que se fueran pronto».

Margari es una fuente de sabiduría y las anécdotas que brotan de sus labios, incontables, impagables. Tenían un barquito en el que a veces recorrían los alrededores cogiendo cangrejos, chocos —con nasas, elaboradas con los juncos que aún crecen allí— y, a veces, «echando la palangre»; una cuerda con anzuelos que distribuían por todo el caño «marcando con boyas donde estaban el principio y el final, así al día siguiente lo teníamos más fácil para sacar las lisas, los robalos y todos los peces que había por allí». Tampoco olvida los ostiones que aún pueden observarse adheridos a la arquería del molino por donde entra y sale el agua, ya sin compuertas.

Virginia Martínez y su hija en la antigua sala de molienda. Al fondo, 'el cuarto de Juan'.

Virginia Martínez y su hija en la antigua sala de molienda. Al fondo, ‘el cuarto de Juan’.

Eran esas compuertas las que se aprovechaban en verano para, jugando con las mareas, capturar el pescado, lo que también traía dolores de cabeza a Salvador y al ‘Boquilla’, uno de los trabajadores, pues «todos los mariscadores de La Isla llegaban para garrapiñar lo que podían… a veces tenía que venir la Guardia Civil». Pero esto no es la ‘despesca’, ojo, al menos no lo llamaban así para diferenciarlo de lo que se hacía en octubre en el estero, «cuando los peces estaban bien alimentados y, a base de trasmallos y sin dejar entrar el agua de las mareas, los íbamos congregando en la poza… los trabajadores podían tardar varios días en sacar todo el que había».

Esta costumbre, con algunos cambios, se mantuvo hasta la infancia de Virginia, cuando «solíamos coger camarones para usarlos a modo de cebo». Eso sí, «lo que más me gustaba era coger cangrejos con las cangrejeras, y mientras entraban, lo intentábamos con cubo y salabar«.

Esos cambios en realidad se habían extrapolado a toda la salina. Dos bombas para achicar el agua sustituyeron a las antiguas norias, los dumpers a los burros, y el puente para llegar al rajo, originalmente de madera, pasó a ser de hormigón. Allí continúa la explanada donde se amontonaba la sal, donde Margari recuerda «como trabajador marcaba los metros cuadrados que había extraído» y Virginia jugaba cuando era niña. La historia —e historias— de esta familia dan para su propia biografía, así como las de todas aquellas que sustentaron durante siglos la economía en La Isla y hoy comparten lo más preciado que guardan, sus recuerdos. No dejen de escucharlos.

Margari mira al caño donde solía pescar y capturar cangrejos con su padre y su hermano.

Margari mira al caño donde solía pescar y capturar cangrejos con su padre y su hermano.

El mismo lugar, hace 30 años

La familia Ruiz comparte con Patrimonio La Isla esta selección de fotografías para explicar, de manera visual, cómo era la vida en Río Arillo hace tres décadas.

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