El Cosario

12 enero, 2017

por María del Carmen Orcero Domínguez

A principio de los años cuarenta, mi abuelo Antonio abrió en San Fernando un ‘cosario’.

Todavía recuerdo el impacto que la palabra, tan nombrada en mi familia como el recuerdo de aquel negocio que pudo ser y no fue, causaba en mi imaginación de niña. Con el tiempo me di cuenta de que durante una época de la infancia no fui consciente de lo que significaba, a pesar de oírla casi a diario y, ahora, echando la vista atrás, me hace gracia recordar aquellos momentos en los que creí que mi abuelo había sido un pirata, confundiendo, claro está, la grafía cosario por la de corsario. La verdad es que no andaba muy descaminada en cuanto a la parte ‘persona que transporta mercancías’ que conllevan los dos términos.

Pero no, mi abuelo nunca fue un bravo pirata, aunque sí un hombre valiente. Era un trabajador nato que vio en esa idea un futuro mejor que el que le proporcionaba el empleo en la Constructora Naval, para sacar adelante a su extensa familia.

El hombre conocía el oficio. Había trabajado mucho tiempo en el Cosario Cepillo, una agencia de transporte de mercancías (eso es lo que verdaderamente significa la palabra) que venía haciendo ese trabajo de Cádiz a San Fernando desde el siglo XIX.

Cuando el Servicio de Transportes Valladares, que era una empresa dedicada a transportar mercancías de Sevilla a Cádiz, le ofreció ser su enlace en San Fernando, mi abuelo (sin sospechar lo que para nosotros ahora significa la palabra franquicia), estableció una oficina en la Calle San Rafael.

Desde su establecimiento repartía a la población todos los productos que venían por tren o carretera, procedentes, además de la oficina central en Sevilla del propio Valladares, de otras agencias de transportes como ‘Viuda de Requejo’, que tuvieron mucha importancia como germen de lo que ahora son las actuales empresas de mensajería.

Antonio Orcero y con él sus hijos, se convirtieron en los repartidores de las medicinas que llegaban para las farmacias, de los productos para las tiendas de alimentación, del vino de consagrar en las Iglesias y por supuesto, de todo aquello que cualquier vecino quería enviar o que le fuera enviado de alguna parte de España.

El cosario estaba dividido en dos. Por una parte, en la calle San Rafael estaba la oficina, donde se movía el papeleo y donde los clientes eran atendidos a diario. Y en la calle Mazarredo se instaló el almacén (todavía hoy se conserva la fachada), que era el lugar al que llegaban los paquetes en camiones durante el día, o transportados por parte de mi familia desde el arbitrio del Puente Zuazo, cuando estuvo prohibido que circularan vehículos pesados por las calles durante la noche, debido al ruido que hacían los camiones transitando por los adoquines.

Pero, claro, hablamos de los años cuarenta y cincuenta. Evidentemente, no podemos hablar de un negocio o de cualquier elemento sin contextualizarlo, sin darnos una vuelta por las emociones imaginando cómo era el San Fernando de la época. Con una población que en su mayor parte no tenía medio de transporte propio, hablar de viajar a Jerez, no digamos a Sevilla, era algo extraordinario, algo que hay que recordar que a veces sólo se hacía en caso de viaje de novios o por algún acontecimiento familiar muy importante. Así que el cosario, en la mayoría de las ocasiones, se convertía en la única posibilidad de conseguir el boleto de lotería de una administración famosa de Sevilla o la entrada para una tarde de toros en el coso jerezano.

No fue el de mi abuelo el único negocio de este tipo de San Fernando. Además del Cosario Valladares y del de Cepillo, sabemos que hubo otros como ‘El Tardío’, que funcionaba en la misma época que el de mi familia.

Cuando mi padre fue reclamado para el servicio militar y mi abuelo no pudo compatibilizar su trabajo en la Constructora Naval con el reparto, el negocio se cerró. Muchos años después, en la casa familiar en la que nací, muy cerquita del almacén de la calle Mazarredo, todavía se hablaba de aquel cosario que produjo tantas anécdotas, que se convirtió en un hervidero de gente, a veces hasta en un lugar de tertulia para muchos paisanos que se acercaban a diario a recoger y llevar paquetes, y que a la mente de una niña soñadora le hizo creer que su abuelo era un pirata que navegaba, transportando mercaderías, en algún velero bergantín.

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