por Antonio Díaz González / Fotografía: Ignacio Escuín
Aquel día tenía algo de solemne, algo había en el aire que elevaba los sentidos. Quizás fueran las manos huesudas de Lele cepillando un tablón -imagen digna de Nuevo Testamento- para cambiar el banco de su barca. Quizás fuera el sonido de la cuchilla afilada produciendo aromáticos rizos de madera. Quizás fuera la brea con la que calafateó más tarde el costado de su barca, brea que parecía haber huido deshilachándose y formando nubes en el cielo. Quizás fuera el sol cayendo, ruborizándose al rozar el istmo hacia Cádiz. O el levante ausente, regalando treguas desde su escondite… Lele sabía que aquel día tenía algo de solemne, pero no sabía qué.
Se sentó en el escalón de su caseta y encendió un cigarrillo. Unas gaviotas garabatearon el aire con gritos infantiles. Lele se miró las manos y apreció por primera vez el parecido con las de su padre. Alguna viruta traviesa saltó de sus dedos al papel de fumar. Cruzó los brazos sobre sus rodillas y recreó su vista en la bahía. Aún no sabía por qué, pero en el aire flotaba la solemnidad.
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